Quería lanzarse sobre su hermana, abrazarla y besarla. Había tratado de engañarse a si misma diciéndose qué no le harían mucha falta y qué podría tardar hasta diez años en volver, pero todo eso solo eran descomunales mentiras. Tenerla frente a frente, respirar el agradable y dulce aroma de su colonia favorita provoca tantas emosiones en Melissa, tantas emociones, que hasta podría derramarse en llanto... Pero ver en su rostro una expresión tan dura y desagradable le obliga a permanecer de pie, a distancia, mirándola y deseando que en algún momento abra sus brazos para estrecharla en ellos.
-Meli, ¡estas tan hermosa! -se atreve a decir, ocultando toda la emoción que siente y hablando en un tono suave y cálido.
Ella cierra sus ojos y los aprieta con fuerza por unos segundos. Tal vez es solo impresión, pero Melissa juraría que su hermana no quiere dejarle pasar a la casa.
-Ya entra -dice Melinda, apartandose y abriéndole paso.
Su actitud hacia Melissa la hace dudar de si debe acercarse y abrazarla o sí mejor espera a que asimile las cosas y sea ella quien decida acercarse. Definitivamente, la opción dos es la más sensata, decide.
-¿Dónde está mamá? - pregunta, en vistas de que su hermana no tiene la menor intención de entablar conversación con ella.
-Como si en verdad te importara nuestra madre -responde con desdén la aludida.
Sus palabras se clavan violentas en su corazón, viniendo de ella duelen mas, son significativamente más letales que viniendo de cualquier otra persona. Su hermana es la persona más dulce y encantadora qué conoce; de las dos, ella era la niña buena y dócil, mientras que Melissa era la de carácter fuerte y poco expresiva. Por eso sus palabras tienen un efecto tan profundo dentro de ella.
-Me duele que pienses eso -responde conteniendo las lágrimas, tratando de mostrarse fuerte-. Ya no soy la niña rebelde de dieciséis años y estoy conciente de lo mal que me comporte y del sufrimiento que les cause, en especial a mi madre.
-Solo te diré que no te permitiré que vengas a poner la vida de todos patas para arriba, bastante acostumbrados que estamos a la tranquilidad -Melinda mira a su hermana como sí fuera una peligrosa amenaza y eso le quiebra el alma a la hermana menor-. Así que estas advertida, no provoques que olvide que eres mi hermana -le dice fulminante.
-¡Hija mía! -la presencia de su madre en el lugar aliviana el pesado ambiente en el que se encontrábamos envueltas las dos hermanas. Su voz tan cálida y suave sirve para reconfortarla, después de escuchar las amenazas de Melinda-. ¡Qué hermosa sorpresa me has dado! -su madre se acerca a Melissa rápidamente y le abrasa con entusiasmo, ella le devuelvo el gesto.
-También estoy feliz de verlas -dijo mientras permanecían unidas en un gesto tan simple, pero que hace aflorar muchas sentimientos.
-Estaba preocupada, creí que ocurría algo malo por la forma cortante en que hablabas cuando llamabas -dice la mujer mayor mirándo a los ojos a su hija más pequeña, buscando en ellos algún indicio de problemas; ella puede ver a través de ellos.
-No mamá, no pasa nada malo -su cara vuelve a decorarse con su hermosa sonrisa después de saber que no ha regresado por algo negativo-. Volví por que necesitaba este ambiente, las grandes ciudades son caóticas -omite que las extrañaba como loca y qué casi no dormía pensando en regresar.
-Así es; nada como el agradable aire del campo -responde ella, orgullosa de ser pueblerina-. Pero debiste avisar qué venías, te hubiéramos recogido.
Con la inesperada bienvenida por parte de su querida hermana, hasta olvidó entrar las valijas, que aún permanecen en la entrada.
-Quería darles una sorpresa -dijo yendo a entrar el equipaje; su hermana, quien lleva haciendo uso del mutismo desde que apareció la madre de ambas, le ayuda a cargar las maletas hasta adentro.
-¿Pero cómo le hiciste para venir del pueblo con todo eso? -pregunta su madre alarmada.
-La suerte me acompaña - dice Melissa, y coloca la maleta en un lugar donde no estorbe-. Sam apareció en el sendero y me trajo, por suerte.
-Y de no haber aparecido Sam, ¿qué hubiera sido de ti? -reclama su madre con mirada dura-. Fuiste despistada al hacer ese viaje sin avisarnos.
-Si, tienes razón -se resignó a admitir-. Quería sarprenderlas, por eso no llamaba tan amanenudo para que no se me fuera a soltar la sopa por la emoción.
Su madre sonríe, mientras que su hermana escucha en silencio y casi inexpresiva.
Caminaron hasta la sala de estar y se acomodaron en los muebles de madera rústicos al estilo campestre.
-Por eso tampoco les dije de mi graduación, para no arruinar todo el plan.
-¿Tu graduación? -Morgana Winsors abre los ojos como platos y observa entre asombro y desconcierto a su recién llegada hija.
-Si mamá -responde Melissa, con timidez y miedo a ser reprochada-. Me gradué anoche; ya soy profesionalmente psicóloga clínica.
La expresión de Morgana tras escuchar que una de sus hijas se graduó de la universidad y ella no estuvo presente en ese momento único y transcendental, fue de tristeza y decepción, pero solo al principio. Después se mostró alegre, comprendiendo que los reclamos no cambiarían la realidad y qué esa era la manera de su hija, la cual debía aceptar, así era ella, libre e impulsiva; tan parecida a su padre.
-Estoy muy feliz por ti, pequeña -dijo al fin Morgana-, y tu padre estaría más qué orgulloso; -movió la cabeza y se corrigió- qué digo, sé que donde quiera qué esté, es el hombre más dichoso y feliz.
Melissa se sintió rebosar de felicidad, al fin había hecho algo realmente bueno y digno de admiración. Pero su felicidad no era completa, por que no estaba él para compartirla.
-Gracias, de verdad muchas gracias mamá -limpió las lágrimas que se habían derramado sobre sus mejillas-; no sabes lo agradable que es escuchar esas palabras; es un logro que yo alcancé, pero se los dedicó a ustedes, a ti y a papá.
Melinda se puso de pie, y caminó desapareciendo de la estancia. Morgana notó la actitud de su hija mayor e hizo una expresión de desacuerdo.
-No te preocupes mucho por ella -dijo la madre refiriéndose a Melissa, quien se puso tensa al ver la reacción de su hermana-, dale un par de días para que se calmen las aguas.
-Sé qué merezco su indiferencia, pero no puedo evitar que duela mucho mamá.
-Ya se le pasará -alentó Morgana a Melissa-, sabes que tu hermana es incapaz de estar enfadada mucho tiempo, y menos contigo -dijo segura y sonriente, mirándola con ternura.
Melissa quiso pensar que así sería, que pronto podría hablar con su hermana como siempre lo hacían y dejar esa horrible situación de lado. Pero recordaba sus palabras, y pensaba que tal vez llevaría mucho tiempo que las cosas entre la dos mejorarán.
-Iré a ver los caballos -dijo, poniéndose de pie Melissa, para así olvidar el mal trato de su hermana hacia ella, por un momento.
-Jeremiah y Rosalía estarán felices de verte - le dice su madre, y la chica avanza hasta las caballerizas.
En el camino se encontró con un muchacho; él la miraba con ojos curiosos, sentado en la rama de un frondoso árbol, comiendo con esmero una crujiente manzana verde.
-Hola -le saludó Melissa, pasando junto a él.
-Jola -respondió el chico con la boca atestada de la jugosa fruta, lo que hizo que su voz sonara distorsionada.
Melissa siguió, rumbo a la pequeña casa donde vivían Jeremiah y su esposa Rosalía. Han estado allí desde antes que ella naciera, desempeñando más qué solo sus labores como empleados, siendo parte de la familia.
Llegó y tocó la puerta; lo hizo rítmica y pausadamente, como lo hacía de niña, cada vez que hiva a esa casa. Pasaron unos segundos y Melissa pretendía tocar nueva vez, cuando la puerta se abrió y ella reconoció de inmediato ese rostro tan familiar que le sonreía, como sí la hubiera estado esperando.
-¡¿Lo ves Rosa?! ¡Te dije que era la pequeña Mel! -exclamó feliz el hombre, tan pronto abrió la puerta.
La chica se apresuró a entrar a la casa para saludar emotivamente al hombre al que había llamado abuelo por muchos años.
-¡Pero si estás toda una mujer, mi niña! -dice asombrada la señora Rosalía al llegar junto su esposo y la joven, para también abrazarla calurosamente, en compensación por todo el tiempo que tardó en regresar a Karnes City.
-Sabía que eras tú, pequeña -confesó sonriente el hombre, mirando a la joven frente a el, una niña que vió nacer y que de pronto, se había convertido en una mujer.
-¿Lo sabías, abuelo? -preguntó Melissa emocionada.
-Por supuesto, pequeña Mel -afirmó con seguridad el hombre-. Conozco muy bien esa manera de tocar, siempre lo hiciste de pequeña y aún lo sigues haciendo.
Melissa rió sorprendida de que el hombre recordara ese insignificante detalle.
-No puedo creer que lo recuerdas -respondió emocionada, la chica.
-Yo tampoco le creía -dijo la señora Rosalía-. Le dije que estaba chiflado cuando dijo que eras tú quien estaba en al puerta -los tres rieron por el comentario.
-¿Quieres pastel de limón? - preguntó Jeremiah a Melissa-, estaba comiendo un poco antes de que llegaras.
-¿Tienen pastel de limón? -preguntó la joven emocionada, le encantaba ese sabor de pastel; se le hizo agua la boca con solo imaginarlo. Había comido unos cuantos pasteles de limón en sus días de camarera en la cafetería Coffe & Milk, pero siempre terminaba decepcionada de que no estuvieran ni cerca de ser igual de deliciosos que los que preparaban Jeremiah y Rosalia.
-Si, mi niña -contestó Rosalía con su imperdible sonrisa-; está delicioso, deberías probarlo.
-¡Me muero por probarlo!
Después de disfrutar de un gran pedazo de pastel de limón y otra porción extra, Melissa se quedó un momento más conversando con la pareja, para luego dirigirse hasta los establos; quería ver a un viejo y hermoso amigo suyo, y tal vez también darían un paseo juntos.
Admiró con asombro los sementales que comían tranquilamente. La belleza y elegancia de esos majestuosos animales era impresionante. Tan negros como la noche e imponentes. Era inevitable no impresionarse.
Melissa siguió su recorrido en las caballerizas, intentando encontrar a su gran amigo en algún lugar del establo, pero no lo halló.
Pensó que tal vez tras su partida habían vendido al animal y la sola idea le incomodó. Si era así, le reclamaria a su madre no haberle consultado antes de tomar un decisión concerniente a su caballo. Era suyo. Su padre se lo había regalado cuando ella tenía seis años. Entonces, ese animal, además de ser el mejor regalo que había recibido en toda su vida, también se convirtió en su más fiel compañero.
Cuando se disponía a ir hasta la casa, vió al chico que había saludado antes, cargando unos pesados sacos y decidió preguntarle si sabía sobre el paradero de su caballo. No conocía aquel chico, pero por lo visto trabajaba en la hacienda, así que fue hasta él.
El chico estaba de espaldas, por lo que no se había dado cuenta de la presencia de Melissa.
-Disculpa -dijo la chica, llamando la atención del muchacho, quien inmediatamente voltió a verle-. Perdón por interrumpir tú trabajo, pero quizás me puedas ayudar con algo que necesito saber.
Él solo asintió con la cabeza como respuesta, y Melissa continuó.
-¿Sabes dónde está el caballo que tiene franjas blancas en sus patas traseras? - el chico parece intentar recordar-. Lo he buscado en todo el establo -termina de decir Melissa.
El muchacho parece a ver recordado algo, y ahora su cara es de confusión y le cuesta empezar a hablar.
-Ese era un caballo muy hermoso -dice el chico-, y también el más inteligente; no me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo especial que era -el muchacho continúa hablando, como sí su intención fuera alargar el momento para responder lo que Melissa le preguntó.
-Si, es muy especial -dice Melissa un poco fastidiada de que no le a respondido la pregunta que le hizo-. ¿Dónde está? ¿Lo vendieron? -pregunta un poco alarmada.
-Lo siento, señorita; mejor pregúntele a la señora Morgana, ella es mi jefa -dijo el muchacho con seriedad pero sin dejar de ser amable-; ¿necesita otra cosa?
-Me puedes responder, soy hija de la señora Morgana y Columbus es mi caballo -responde Melissa y el chico pasa una mano por sus cabellos rubios, y mira a Melissa con cara de compasión.
-Entiendo señorita, pero sigo pensando qué es mejor qué su madre responda esa pregunta -responde el muchacho impacientado.
Melissa quiso insistir, pero entendió que no tenía caso, así que suspiró resignada y empezó a caminar rumbo a la casa.
La idea de que su madre haya vendido su caballo, la ponía realmente mal, pero no quería gritarle, así qué se calmó y trató de no adelantarse a los acontecimientos. Le costaba creer qué su madre había vendido un regalo qué su padre le habia hecho; pero si no, ¿donde estaba?
Morgana estaba sentada detrás de su escritorio, revisando unas facturas en su despacho, cuando su hija pequeña entró, aparentemente alterada y sin tocar.
Sus ojos se encontraron . En los de una había rabia, condición y una pequeña chispa de esperanza; los otros reflejaban compasión y tristeza.
Morgana sabía el motivo por el qué su hija se encontraba tan afectada, y le dolía saber qué después de responder lo que ella quería saber, las cosas empeorarían.
-Mamá, ¿porqué Columbus no está?, no creo qué lo hayas vendido -dice Melissa, confiando en qué su madre conocía el gran valor sentimental que significaba ese animal para ella, pero temiendo que tras su partida, su madre creyera qué ya no era tan importante.
La mujer mayor se quita los lentes de lectura e intenta buscar las palabras correctas.
-Mel, es mejor qué te sientes un momento - La chica se sienta, ansiosa y expectante en una silla frente a su madre-. Después de que te fuiste, Columbus se notaba desanimado, casi no comía; pensamos que era por que te extrañaba y qué al pasar los días se pondría bien -Morgana agachó la mirada, mientras qué su hija esperaba impaciente qué terminara.
-Mamá... -suplicó Melissa.
-Pero no sucedió, Mel. Columbus se debilitó por no comer, hasta que no pudo pararse otra vez.
-¡No..! -dijo Melissa, entre lágrimas.
-Lo siento tanto, mi amor -dijo Morgana rodeando a su inconsolable hija por los hombros.
-¿Porqué no me lo dijiste? -preguntó confundida Melissa, intentando no ahogarse en su propio mar de lágrimas y dolor.
-Por que no quería verte hundida otra vez en ese abismo de sufrimiento del qué tanto te costó salir -respondió firme su madre.
-¡Tal vez si yo...! ¡él no habría...! -el llanto corta todo intento de Melissa por refutar.
-Si volvías, solo lo verías morir -respondió su madre en tono suave-. Columbus era ya un caballo cuando tu padre lo trajo a la hacienda, fuiste afortunada por disfrutar junto a él tantos años, la mayoría de los caballos no dura más de veinticinco años y Columbus vivió treinta largos años.
Melissa entendió lo que su madre le decía e hizo todo lo que pudo para calmarse.
-¿Dónde lo pusieron?
-Al límite de nuestras tierras y las qué eran de don Eduardo, bajo el frondoso laurel.
Melissa pensó qué aquel era un bonito lugar para qué su amigo descansara, ella también lo habría elegido. Se despidió de su madre y se dirigió hasta allá.
Fue en la camioneta de su madre, el camino era pedregoso y la distancia era amplia.
Al llegar se arrodilló frente a la prominente pila de piedras y lloro a su amigo silenciosamente por un largo momento. Después de sentirse mejor, se sentó sobre una enorme raíz del frondoso laurel, qué proporcionaba al lugar una agradable y acogedora sombra. La brisa tan fresca y pura movía sus cabellos, libres en el aire, y se relajó tanto hasta qué cerró los ojos y por unos minutos no supo nada más.
Soñó con su padre. Era una mezcla de muchos recuerdos suyos, algunos distorsionados. Se sintió tan feliz, qué creyó qué todo era real, hasta que como sí supiera que la observaban, abrió los ojos súbitamente y se encontró con un hombre frente a ella qué la miraba con una expresión, que a Melissa le resultó muy desagradable y tuvo miedo de lo qué estuviera pasando por la mente de aquel intruso.
Estaba segura de qué ese hombre no era una buena persona.
Editado: 03.10.2019