El Avaro Benefactor

La sombra del anhelo insaciable

Capítulo 2

 

Para el Avaro, cada moneda era un fragmento de su esencia, un talismán de seguridad que no podía permitirse perder. Cada vez que se veía forzado a desprenderse de una moneda, un profundo malestar lo invadía, como si una parte de su ser se desmoronara. Este malestar se manifestaba en una amargura que vertía sobre aquellos que osaban sugerirle gastar su tesoro. Creía firmemente que cada moneda que saliera del cofre debía retornar multiplicada, y esa obsesión lo atormentaba día y noche, llevándolo a contar y recuentar sus monedas con una ansiedad febril, asegurándose de que ninguna se hubiera extraviado.

El Avaro era como un jardín de invierno, cuya helada belleza no ofrecía calor ni vida a quienes lo contemplaban. Las monedas de oro que acumulaba celosamente eran como flores de cristal, hermosas pero frágiles, incapaces de perfumar el aire ni dar frutos. Crecían en un árbol que, con cada flor, se alzaba más y más, extendiendo sus ramas en su ansia y avaricia por obtener más flores. Estas ramas se desplegaban como sombras ominosas, absorbiendo la luz del lugar y opacando el brillo del sol. La oscuridad se cernía sobre el hogar del Avaro, llenando cada rincón de su vida con una penumbra que alimentaba su tristeza. Este árbol no ofrecía sombra ni descanso a los cansados viajeros, sino que proyectaba una oscuridad creciente y sofocante.

Los habitantes del pueblo, al pasar por su imponente mansión, veían las ventanas siempre cerradas y las puertas atrancadas, como si dentro de esas paredes residiera un dragón protegiendo su tesoro. Este dragón invisible, símbolo de su avaricia, mantenía a raya a cualquiera que se acercara, asegurándose de que las riquezas del Avaro permanecieran intactas. Las paredes de la mansión, altas y frías, parecían murmurar secretos de soledad y codicia, creando una atmósfera pesada que ningún rayo de sol podía penetrar.

En las noches, cuando el pueblo dormía, la mansión del Avaro parecía aún más siniestra. Las sombras del árbol de cristal se extendían como tentáculos, atrapando la poca luz de las estrellas y dejando el lugar sumido en una oscuridad profunda y opresiva. Dentro, el Avaro contaba sus monedas una y otra vez, sintiendo como cada una de ellas pesaba más que la anterior, no solo en sus manos, sino también en su alma. Cada moneda añadida a su colección era como una flor de cristal más en su árbol sombrío, magnificando la oscuridad y aumentando la frialdad de su corazón.

 




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