El bosque del lobo

El bosque susurra

El aire dentro de la habitación se sentía pesado, denso, como si la noche hubiera traído consigo un velo invisible que flotaba en la penumbra. Maya estaba recostada en la cama, con los ojos cerrados, pero su mente no descansaba. Su respiración era pausada, pero su interior estaba inquieto.

Desde que volvió al pueblo, su cuerpo había comenzado a reaccionar de maneras que no comprendía del todo. Durante el día, su piel hormigueaba cada vez que se acercaba al bosque, como si la electricidad del viento se filtrara a través de su ropa, erizando cada centímetro de su piel. Y por la noche… por la noche, todo empeoraba.

Era como si su propia mente ya no le perteneciera.

Cerró los ojos y exhaló lentamente, buscando el alivio del sueño. Pero en cuanto lo hizo, un susurro cruzó su conciencia, lejano, suave… pero inconfundible.

No era solo un ruido.

Era una voz.

"Maya…"

Su respiración se cortó. No había abierto los ojos aún, pero de alguna manera supo que ya no estaba en su habitación.

El aroma de la madera envejecida, la calidez de las cobijas, el sonido del viejo reloj en la sala… todo desapareció.

Y en su lugar, apareció el bosque.

Al principio, la imagen era borrosa, como si estuviera viendo a través de un cristal empañado. Pero conforme respiraba, el entorno se definía con más nitidez.

Estaba de pie en la espesura del bosque, rodeada por árboles imponentes cuyas ramas se mecían con un ritmo hipnótico. La luz de la luna filtrándose entre las hojas creaba sombras caprichosas en el suelo cubierto de musgo. Todo a su alrededor parecía vibrar, latir como si el bosque tuviera su propio corazón.

El viento frío le rozó la piel desnuda.

Miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaba descalza. Sus pies tocaban la tierra húmeda, sintiendo su textura áspera y viva. No llevaba la ropa con la que se había acostado, sino un vestido ligero de tela blanca, que se movía con cada ráfaga de aire como si flotara en el mismo susurro que la había llamado.

Pero no estaba sola.

Sintió la presencia antes de verla.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando levantó la vista.

Entre los árboles, en la penumbra, dos ojos dorados la observaban.

No eran humanos.

Un lobo.

Grande. Majestuoso. Su pelaje era espeso y negro como la medianoche, y sus ojos, aquellos ojos hipnotizantes, parecían brillar con una luz propia.

Maya contuvo el aliento.

El lobo no se movió. Permaneció en el mismo lugar, mirándola con una intensidad que le erizó la piel. No había amenaza en su postura, ni tampoco sumisión. Solo la observaba… como si la estuviera midiendo.

Entonces, un segundo par de ojos apareció en la oscuridad.

Y luego otro.

Y otro más.

De las sombras emergieron más lobos. Sus cuerpos eran ágiles, fuertes, sus movimientos elegantes y fluidos como los de un río en la noche. Eran una manada, pero ninguno avanzó hacia ella.

Maya sintió que su respiración se volvía más lenta, acompasada con el latido del bosque. No debía temerles. Algo en su interior le decía que ese momento no era una amenaza, sino una bienvenida.

El primer lobo, el de los ojos dorados, dio un paso adelante.

Ella sintió su corazón latir con fuerza.

El animal se acercó lentamente, sus patas apenas haciendo ruido sobre la tierra.

Y entonces, cuando estuvo lo suficientemente cerca, inclinó la cabeza, como si la reconociera.

Maya no supo por qué lo hizo, pero instintivamente alzó una mano.

El lobo no retrocedió.

Y justo cuando sus dedos estaban a punto de tocar su pelaje oscuro, la brisa del bosque cambió.

El viento trajo consigo un aroma distinto. No a tierra, ni a hojas húmedas. Era más profundo, más cálido, con un toque de nostalgia antigua que Maya no podía identificar del todo.

Pero entonces, la vio.

Al otro lado del claro, bajo la sombra de un roble viejo, una figura femenina la observaba con una expresión serena.

Maya sintió que su cuerpo se congelaba.

Era imposible.

La mujer tenía el cabello largo y suelto, de un gris plateado que reflejaba la luz de la luna como si fuera parte de ella. Sus ojos eran oscuros, pero no como los de alguien normal. En su profundidad, Maya podía ver algo más… algo que trascendía el tiempo.

El viento agitó su vestido, y cuando la mujer dio un paso hacia adelante, los lobos se apartaron con un respeto silencioso.

Maya abrió la boca para hablar, pero las palabras no salieron.

No lo necesitó.

Porque la mujer sonrió.

Y en ese instante, Maya supo quién era.

—Isabel… —susurró, sintiendo que su propia voz se perdía en la brisa.

Su bisabuela.

La mujer que desapareció en el bosque hace tantos años.

Pero no estaba perdida.

No parecía un fantasma, ni una sombra del pasado. Parecía viva.

Isabel la miró con una ternura infinita, y luego, con un gesto suave, levantó una mano.

Un lobo blanco, diferente a los demás, se acercó y se detuvo a su lado.

Maya sintió un tirón en el pecho. Algo en su interior se removió, como si un engranaje olvidado hubiera comenzado a girar nuevamente.

Ella no entendía lo que estaba pasando.

Pero sabía que lo entendería pronto.

Isabel inclinó la cabeza con suavidad y sus labios se movieron en un susurro que el viento arrastró.

Maya no escuchó las palabras.

Pero las sintió.

Y entonces, todo se desvaneció.

Maya despertó con un jadeo.

Se incorporó en la cama, con la respiración entrecortada y la piel cubierta de sudor frío.

Su habitación estaba en penumbras.

Pero algo estaba distinto.

Se levantó de la cama y caminó hasta la ventana.

El bosque estaba allí, quieto, imponente.

Pero Maya sintió su presencia.

Como si la estuviera esperando.

Su piel aún hormigueaba, su corazón aún latía con fuerza.

Y en la distancia, justo en la línea donde los árboles se encontraban con la noche, algo se movió.




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