Como cada mañana, Rosa se levantó de la cama, se aseó y se vistió. Se trenzó el pelo y se puso el pañuelo en la cabeza, tal y como su abuela la había enseñado.
Toda la casa olía a pan tostado y a café recién hecho. En la cocina su tía preparaba el desayuno y le untaba mantequilla al pan, una mantequilla que ella preparaba con sus propias manos.
Rosa quería a Julia y anhelaba que la tía la mirara con otros ojos, pero ella no sabía que había pasado para que Julia la evitara. En su mente de seis años era imposible de comprender el pasado de los adultos y los rencores que allí habitaban. Rosa solo era consciente del día a día y por más que se estrujaba la cabeza contabilizando sus faltas, no encontraba una lo suficientemente grande para que su tía no la quisiera.
La ayudaba a ordeñar la vaca y a limpiar el huerto, a lavar y a colgar toda la ropa, junto a ella almidonaba manteles y sábanas y fregaba la losa. Incluso se esmeraba por aprender a coser para tener algo en común con ella, pero a la primera puntada jorobada, la tía le lanzaba una mirada llena de soberbia:
-No sirves para nada, espabila Rosa.
Otra criatura se hubiese ahogado en su propio lamento, pero Rosa no era como las demás niñas. Bajaba la cabeza y hundía la vista en la costura, cosiendo y descosiendo hasta que quedaba perfecto. Después deslizaba la tela entre el resto de los retazos de Julia, esperando encontrar en sus ojos algún tipo de aprobación. Pero jamás sucedió.
Una tarde Rosa encontró un álbum con viejas fotos, todas desteñidas y deterioradas, pero aún se podía adivinar los rostros de los protagonistas de cada escena.
Su abuela le había mostrado fotos de su madre, Asunción, y le hablaba siempre de ella, que era hermosa, fuerte y bondadosa. Para la niña nunca era suficiente y quería saber todo de aquella madre a la que añoraba cada noche.
En el álbum había fotos de Asunción y de Julia con el resto de los hermanos, también de un señor a caballo que debía ser el abuelo por los cuentos que había escuchado del guajiro.
Cuando Julia entró al cuarto y vio la niña con las fotos le arrebató el libro de las manos con brusquedad.
-¿Qué haces con esto Rosa?
-Nada tía, estaba bonito y me puse a mirar las fotos.
-¿No te han dicho que las cosas que no son tuyas no se tocan?
La niña bajó la mirada avergonzada.
-Disculpa tía, no lo voy a hacer más.
Antes de salir del cuarto, Rosa se volteó y sin medir el impacto de sus palabras, le dijo a Julia:
-Hay fotos tuyas ahí, pero pareces otra persona.
-Claro, ahí era mucho más joven que ahora.
La niña se quedó callada un segundo meditando su respuesta.
-No es eso, ahí te estás riendo y tú no te ríes nunca.
Julia miró a Rosa y los ojos parecían dos bolas de fuego.
-Saleeeee, arranca pal monte y ojalá te desaparezcas en un hueco.
Rosa salió corriendo de la casa, y corrió hasta que los pies no le dieron más.
Esther llegó al rato, venía agotada y con el aliento pesado.
Buscó con la mirada a Rosa y le extrañó que no saliera a recibirla como hacía siempre.
-¿Dónde está la niña?
Le peguntó a Julia que estaba afanada delante del fogón de leña.
Ella se encogió de hombros indiferente y continuó removiendo el contenido de una cazuela.
La abuela salió al patio y nada, ni rastros de Rosa.
-¿Dónde se habrá metido esta chiquita?
Pasaron dos horas y ya Esther se estaba preocupando, la tarde iba cayendo y pronto se iba a cerrar el cielo. Rosa nunca se alejaba tanto ni perdía la noción del tiempo por ahí.
-Julia, ¿La niña no te dijo para dónde iba?
-Que no mamá, que no sé.
Pero Esther la conocía demasiado bien.
-¿Qué fue lo que pasó Julia?
-No pasó nada mamá.
Esther no le quitaba los ojos de encima.
-Bueno, yo la regañé porque tocó mis cosas y salió pal monte, pero hasta ahí, no se más nada.
-Qué barbaridad. Chica pero mira que le tienes roña a esa criatura. ¿Qué fue lo que ella te hizo mija?
-A mí nada, a la madre le costó la vida parirla.
-Cállate la boca y nunca más vuelvas a decir eso, ¡Me oíste! ¡Nunca más Julia! Ella no tiene la culpa de eso, ni de nada.
Demasiado tarde, Rosa estaba parada en la puerta del patio tiesa como una estatua escuchando las palabras de su abuela.
La vieja al verla sintió que un frío le recorría todo el cuerpo.
-Rosa.
La niña salió disparada de nuevo, como si la persiguiera un fantasma.
Al fin podía entender muchas cosas, el odio de su tía y la lástima que a veces sorprendía en los ojos de su abuela. Por su culpa su mamá Asunción no estaba.
Esther trató de seguirle el paso a Rosa, pero no lo consiguió, ya sus piernas no le respondían como antes y su vista tampoco la acompañaba.
-Rosaaaaaa, Rosaaaaa.
Gritó la anciana con todas sus fuerzas.
Cayó de rodillas en el medio del hierbazal y no se veía rastros de Rosa por ninguna parte.
La niña sintió el grito de su abuela y frenó en seco. Respiraba agitada y tuvo que doblarse un segundo para recuperar el aliento. Era de noche y no alcanzaba a ver ni la palma de las manos frente a ella. Dio la vuelta y enfiló hacia la casa.
Por el camino se encontró con Esther y la ayudó a levantarse del suelo.
La abuela la miró un segundo y la abrazó, en medio del pecho de su abuela Rosa ahogó un sollozo y deseó no haber escuchado nunca las palabras de su tía.
De regreso a la casa y ya más tranquilas, la abuela sabía que tenía una conversación pendiente, pero ese día necesitaba terminar para ella, así que se acostaron juntas y se rindieron una en brazos de la otra.
Con los primeros rayos de sol, Rosa abrió los ojos y le sorprendió encontrar a su abuela a su lado. Esther siempre madrugaba y le decía a Rosa que su primer trabajo en las mañanas era despertar al gallo que debía levantar a todo el mundo.
-Abuela, abuela.