El chico del que me enamoré

Predestinados

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12 años antes.

 

—La cadena de reposterías es una excelente idea —admitió Cristian, esposo de Lauren—. Nos está yendo bien con estos dos… Así que queremos solicitar un préstamo en el banco para ampliar nuestras plantas —le relató a su pareja.

—La idea, en sí, es comenzar con una cadena de repostería —agregó Felipe—, pero más adelante, cuando las deudas con el banco se conviertan en ganancias. Podemos abrir un par de restaurantes y ver cómo nos va.  

—Eso sería en un plazo máximo de 4 años —concluyó Cristian—. Entonces… Dime qué opinas.

Lauren observó a ambos hombres frente a ella. Uno sentado sobre el sofá, y el otro, tras de este con sus brazos apoyados al espaldar. Miró atentamente los ojos de su esposo, y notó una chispa que amenazaba con convertirse en incendio.

Suspiró al notar lo decidido que estaba.

—Pero necesitan hipotecar los dos negocios… ¿No es así? —volvió a preguntar.

—Si, es necesario —aseguró Felipe, parándose del sofá—. Sabes que lo haría yo, pero vivo en arriendo. No puedo.

—Además, amor… —interrumpió Cristian—. No va a salir mal, confía en nosotros —le sonrió.

Lauren se tomó de la cabeza y cerró los ojos.

—Necesito pensarlo.

—Pero, amor…

—Esta es nuestra casa, Cristian —calló Lauren—. Si todo sale mal, nos quedaremos en la calle. No quiero eso para mi hija.

Cristian guardó silencio.

—Tienes razón, piénsalo… —susurró él—. Pero te aseguro que tendremos éxito. Nada saldrá mal. Mi hermano es dueño del banco y te aseguro que nos dará ese préstamo.

Lauren se puso de pie y le sonrió.

—Necesito al menos dos días para pensarlo —explicó, observando al amigo de su esposo.

—El tiempo que desees —indicó Felipe, acomodando los lentes de su rostro.

A pesar de que, Lauren se mostraba insegura, ella sabía que podía confiar en su esposo y su amigo. La idea de abrir otra repostería había funcionado más que bien. Sin embargo, sabía que una cadena de al menos 10 reposterías ya era mucha demanda.

Una demanda que no sabía si se podría llevar tomada de la mano.

—¡Basta! —se escuchó el ladrido de una voz infantil—. ¡Papá!

—¡No corras, cobarde!

En un par de segundos, la sala fue abordada por un par de niños. Dorian se escondió tras las piernas de su padre, y Daily, quien tenía una tijera en sus manos, chasqueó sus dientes.

—¡¿Qué haces con esas tijeras?! —exclamó Lauren, arrebatándole la herramienta de las manos a la niña.

—Sólo quería cortarle el cabello, lo lleva muy largo —señaló Daily—. Pero ese cobarde es un aburrido.

Cristian rio.

—Quería cortarme una oreja —reveló Dorian.

—¡Jesús bendito! —se quejó Lauren.

Daily hizo un gesto de amenaza y después fue a donde su padre.

—Ya tienes 14 años, Dorian… —mencionó Felipe, su padre—. Compórtate como un hombre —posó una de sus manos en su cabeza y revolvió su cabello.

—Yo ni siquiera quería jugar, padre —expresó el niño—. Estaba leyendo y ella se acercó a mi oreja con esas… cosas.

—Daily, jugar con tijeras es peligroso. ¿No te lo había dicho ya? —sermoneó Cristian, levantando a su hija.

—Es peligroso si soy una niña.

—Lo eres —comentó Lauren, yendo a la cocina.

—No lo soy —negó Daily.

—Lo eres. Solo tienes 12 años —rio Cristian, antes de abrazarla con fuerza.

—Además es enana —añadió Dorian, abandonando las piernas de su padre como refugio.

—Cierra la boca, cobarde.

—¡Daily! Se respetuosa —regañó Cristian, golpeando la cabeza de su hija con sus dedos.

Esta vez Felipe rio.

—Bien, creo que ya nos iremos —anunció, tomando su maletín del sofá.

—¿No se quedarán a cenar? —inquirió Cristian.

Dorian alzó su cabeza y observó a su padre.

—Oh, no. Hoy quiero cocinarle a mi hijo —admitió, sonriente. Bajó su cabeza y observó a Dorian—. Ve por tu libro.

—Si señor.

Después de que el niño buscara su libro en el segundo piso, y Felipe se despidiera de Lauren, ambas personas abandonaron la casa de los Monroe. Felipe apretó la mano de su hijo con fuerza, y después le sonrió. Una esquina antes de llegar a su departamento en alquiler, se detuvieron en un puesto de comidas rápidas.

—Dos hamburguesas, por favor —solicitó, antes de revisar su billetera. Cuando vio el contenido y el dinero con el que contaba, retractó su decisión—. No, que sea una, por favor.

Pagó por la hamburguesa y se la dio a su hijo. Permaneció observando al hombre que atendía el puesto y le sonrió cuando este lo notó.

—¿Algo más? —cuestionó.

—No, de hecho, espero mi cambio —rio.

—Me pagó con el dinero justo, señor —le señaló el hombre, borrando la sonrisa del rostro de Felipe.

—Ah, ¿sí? —se apenó—. Disculpe —le volvió a sonreír.

—No se preocupe.

Abandonaron el puesto de comida y Felipe le sostuvo el libro a su hijo para después emprender el camino a casa.

—Papá, ¿no comerás? —inquirió Dorian, dándose cuenta de la situación.

Felipe lo miró y revolvió su cabello.

—No tengo hambre, estoy en dieta —verbalizó, con cautela. Alzó su vista de nuevo al frente y dejó salir un suspiro que provoco neblina por el frio—. Come con calma, no vayas a ahogarte.

Dorian quiso compartirle la mitad de su comida, pero recordó que la última vez que lo hizo su padre se molestó con él. Le dio el primer mordisco a la hamburguesa y se repitió en su mente que debería estudiar más.

Mientras tanto, cuando Cristian recogió los platos y los llevó al lavabo, su esposa se le acercó por la espalda y lo abrazó.




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