El Color de la Lluvia

El Encanto del Desastre

El sábado por la tarde, el pequeño parque al sur de la ciudad parecía un oasis de tranquilidad en medio del ruido de la ciudad. Para Mateo, sin embargo, esa tranquilidad era justo lo contrario del torbellino de nervios que tenía adentro.

Se había puesto su camisa "decente" (un poco menos arrugada que las otras), había intentado peinarse sin éxito y llevaba un pequeño ramo de margaritas silvestres que había juntado esa mañana, preguntándose en secreto si eran demasiado informales para una "primera cita oficial".

Llegó al punto de encuentro acordado, un sauce llorón viejo cerca del estanque, diez minutos antes de la hora, porque la puntualidad, en su cabeza de novato, era sinónimo de seriedad romántica. Se apoyó torpemente contra el tronco del árbol, repasando mentalmente la lista de temas de conversación "interesantes y no amenazantes" que Lucas le había sugerido (evitar física cuántica y videojuegos en las primeras etapas, al parecer).

Sofía apareció unos minutos después, con un vestido ligero de flores que parecía capturar la luz del sol que se colaba entre las hojas. Su sonrisa al verlo alivió parte de la tensión que lo tenía paralizado, aunque no por completo.

"Hola, Mateo," dijo, acercándose con una gracia natural que él envidiaba en secreto. "Estas margaritas son preciosas. Muy vos."

Mateo sintió un leve rubor en sus mejillas. "¿Demasiado... de campo?" preguntó, dudando de su elección de flores.

Sofía soltó una pequeña risita. "No, son perfectas. Sencillas y bonitas."

Empezaron a caminar sin rumbo fijo por los senderos del parque, rodeados de familias paseando, niños jugando y parejas disfrutando del día. Mateo intentaba seguir la lista mental de temas de conversación de Lucas, pero su mente parecía decidida a sabotearlo.

"¿Viste el último documental sobre... eh... la vida secreta de las ardillas urbanas?" logró decir en un momento dado, dándose cuenta de lo ridículo que sonaba incluso para él.

Sofía parpadeó, aguantando una sonrisa. "No, no lo vi. ¿Es interesante?"

"Bastante... si te gustan las ardillas y sus... estrategias para juntar nueces," respondió Mateo, deseando que la tierra se lo tragara.

Afortunadamente, Sofía tenía la habilidad de convertir hasta la conversación más torpe en algo llevadero. Empezó a contarle una anécdota divertida sobre su intento fallido de hacer galletas la noche anterior, que incluyó una alarma de humo muy sensible y un montón de harina por toda la cocina. Mateo se relajó, dándose cuenta de que no necesitaba ser un experto en conversaciones prefabricadas para disfrutar de su compañía.

En un momento dado, mientras intentaban sentarse en un banco que parecía estar inexplicablemente resbaladizo, Mateo perdió el equilibrio y casi se cae de espaldas. Sofía reaccionó rápido, agarrándolo del brazo y los dos terminaron en una postura cómicamente incómoda, con Mateo inclinado peligrosamente hacia atrás y Sofía luchando por mantenerlo en pie. Las risas de una pareja mayor sentada cerca solo hicieron que se avergonzara más.

Finalmente lograron sentarse, riendo nerviosamente por su torpeza. "Creo que este banco nos tiene una manía rara," comentó Mateo, tratando de disimular su sonrojo.

"O quizás nosotros tenemos una manía rara con la gravedad hoy," respondió Sofía, con una sonrisa traviesa.

Decidieron acercarse al estanque, donde unos patos nadaban tranquilos. Mateo intentó tirarles pedazos de pan que había traído, pero su puntería, igual que su equilibrio, parecía estar de huelga. Un pedazo de pan terminó cayendo justo en la cabeza de un cisne particularmente malhumorado, que los miró con una indignación que se notaba.

"Creo que a ese no le gustan nuestras ofrendas," susurró Mateo, sintiéndose otra vez avergonzado.

Sofía se echó a reír a carcajadas, un sonido melodioso que hizo que Mateo olvidara por un momento su torpeza. "No te preocupes, Mateo. Creo que aprecia más tu... intento."

La tarde siguió con más incidentes cómicos y momentos de conexión genuina. Mateo descubrió que hablar con Sofía era sorprendentemente fácil cuando dejaba de intentar seguir "las reglas de la primera cita" y simplemente era él mismo. Compartieron helados, observaron a un grupo de niños tratando de volar una cometa rebelde y se contaron historias sobre sus infancias.

Cuando el sol empezó a bajar, pintando el cielo de colores naranjas y rosas, se encontraron de nuevo bajo el sauce llorón donde se habían visto por primera vez. El ambiente era tranquilo y mágico.

"Gracias por esta tarde, Mateo," dijo Sofía, mirándolo con una dulzura que le aceleró el corazón. "A pesar de tu... peculiar relación con la gravedad y la fauna local, me divertí mucho."

Mateo sonrió torpemente. "Yo también me divertí mucho, Sofía. Incluso con el cisne gruñón."

Un silencio cómodo se quedó entre ellos. Mateo sintió una necesidad imperiosa de repetir el beso de la otra vez, pero la ansiedad del "momento apropiado" lo paralizaba.

Sofía pareció leer sus pensamientos. Se acercó un poco más, sus ojos brillando con una luz suave. "Mateo..." susurró.

Antes de que pudiera responder, una familia ruidosa pasó corriendo a su lado, un niño gritando y una pelota rodando peligrosamente cerca de sus pies. El momento se rompió de golpe.




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