¿Has querido alguna vez tener un amor sincero, sin miedo de arriesgarte y con ganas absolutas de enamorarte?
El amor tiene sus efectos, esos que se te clavan en el cuerpo haciéndote reaccionar de manera extraña, como si estuvieras colapsando de todo lo que estás sintiendo a un mismo ritmo en un determinado tiempo. Estar enamorado lleva un proceso, uno que es muy complicado de no pasar por él, es inevitable, un deseo de nosotros los seres humanos. A veces queremos sentir la adrenalina del momento, esa misma que se expande hasta el estómago en forma de aleteos intensos. Sentir que somos importantes, que somos prioridad ante todo. Sentirnos extremadamente bien estando con cierta persona. Querer que ese cosquilleo intenso en los labios sea quemado por ese beso que tanto soñamos. Que seamos permanentes y no solo un simple parpadeo.
Enamorarse trae primeramente el miedo de ser rechazado, que nunca seremos el tipo ideal de pareja deseada. Que no vamos a agradar a nadie y que será imposible parecerle atractiva a esa persona que nos está revolviendo el mundo. Nos preparamos para una posible declaración, llenándonos de valor e imaginando las palabras que vamos a decir. Pero nunca nos preparamos para ese inesperado rechazo.
El primero fue Anthony. Él me gustaba de una manera mágica y hermosa, estando yo en cuarto grado ya soñaba que sería él mi príncipe azul. El chico que tomaría mi mano y sin temor alguno íbamos a caminar por los pasillos de la escuela siendo el tema de conversación de todos los alumnos. Que tendríamos que buscar la manera de fugarnos de todas las clases e ir detrás de la escuela a besarnos entre risas y torpes movimientos. Lastimosamente, nada de eso sucedió porque cuando estaba reuniendo las agallas y apartando todos los nervios, él me rechazó confesando que le gustaba mi hermana.
El segundo fue Daniel. Estaba cursando séptimo año, lidiando con demasiados nervios, tuve que despojarme de la tranquilidad de la escuela para llegar al tormentoso colegio. Mente positiva ante todo, queriendo ser la mejor alumna, sacar buenas calificaciones y no negarme a cualquier muchacho que quisiera andar conmigo. Poco tiempo después lo conocí a él, despreocupadamente fui a tomar agua y él siendo tan coqueto, manteniendo incluso una sonrisa ancha en su rostro me dijo de la forma más casual: «usted será mi próxima novia». Y yo me sentí morir, con una y tantas emociones alterando mis sentidos. Él de forma fácil me mandó a soñar con escenarios perfectos. Imaginando que íbamos a darnos mil besos hasta que nuestros labios estuvieran exhaustos de sobrellevar tanta pasión. Al final, me rechazó diciendo que yo no le parecía lo suficientemente linda.
El tercer chico fue el encantador Cristofer. Creí bobamente que sería él quien botara a la basura ese pretexto totalmente cierto que vengo diciendo desde hace dos años cuando me empezó a importar mi inexistente vida amorosa. Me enamoré de él hace seis meses, cuando estaba discutiendo con su novia de un tema en particular muy alejados de todos, en el lugar tranquilo donde los profesores estacionaban sus vehículos, estaba allí, tomando la fresca sombra de un gran árbol que tenía una interesante enredadera alrededor de él. Con toda la intención adherida a mí, me escondí detrás de un carro y a través del vidrio oscuro observé entretenida la situación que tenía delante de mis ojos.
Después de eso, él empezó a llamarme la atención, tanto que lo observaba cuando estaba totalmente aburrida, con clases libres, sin prestarle ninguna atención a mis hermanas, teniendo una esperanza latente de obtener algún gesto proveniente de su parte. Deseando por las noches y cada vez que lo miraba, que fuera él, el que firmara mis labios con sus exquisitos labios. Que fuera él trayendo el éxtasis, que tomara mi rostro entre sus manos grandes y me besara como nunca jamás nadie me ha besado. Que fuera él, el único que, al pasar tres o cinco años, siga estando yo enamoradísima de su tremendo beso. Que fuera él, la razón permanente de siempre dibujar corazoncitos.
Pero eso no pudo ser así, porque Cristofer fue el tercer chico que me rechazó a mí y a mis sentimientos no tan importantes. No fui discreta, ni tampoco traté de esconder lo enormemente que sentía por él. Tuve el valor de confesarle que me gustaba, un valor que no sé de dónde saqué, y fue todo en vano, una total pérdida de tiempo, le mostré mis sentimientos tan solo para que él los empujara como la nula importancia que se merecen. Taché su nombre que se encontraba escrito en uno de mis cuadernos y luego, con una rabia colándose dentro, borré su nombre hasta de mi propio corazón.
Y el cuarto chico fue él, en Abril lo conocí y en Abril supe lo que verdaderamente se sentía estar alcanzando la misma dicha. Su sonrisa fue lo primero que capturó mi atención, sonreía grandemente, como si el mismo sol le hubiera obsequiado tan grato regalo de hacer arder un interés intenso en mí, bastó tan solo un corto minuto para dejarme con la baba corriendo de las comisuras de mis labios. Sonreía como si ninguna preocupación estuviera adherida a él, como si el mundo mismo estuviera a su favor y que, absolutamente nada podría borrar esa sonrisa ajustada entre sus apetitosos labios.
Y lo supe, yo no quería enamorarme después de los rechazos no tan agradables que había obtenido con el paso de los años. No quería seguir acumulando las falsas ilusiones que me regalaban, no quería arrancarle a mi corazón una grieta más debido a los dolores de cabeza al no obtener lo que en silencio tanto anhelaba. Pero cuando llegó él, absolutamente todo dejó de importar, las propias reglas que yo había creado no tuvieron sentido alguno.
Cuando llegó él me propuse empezar a quererlo, fue algo sencillo, no me costó nada.