El color del cambio

7

Han pasado varios días desde aquella fatídica y silenciosa noche en la que solo el gemir de nuestros corazones inundaba el ambiente cuando las luces se apagaron dentro de mí.

No hubo necesidad de un funeral emotivo. Tampoco hubo personas que se acercaran a condolerse de nuestra pérdida. Solo la señorita Perla y yo pasamos la noche en vela y derramamos nuestros corazones en dolor y lamento por la tragedia, sentados en la que antes era la cama de mi padre mientras recordábamos la vida y las enseñanzas de este gran hombre que se vio obligado a padecer una condena por defender una vida inocente.

La señorita Perla se marchó en la mañana siguiente, justo después del amanecer. Antes de irse, besó mi frente, me dejó un poco de dinero, alimentos, y luego se retiró a pie hacia la ciudad.

No he salido de casa desde entonces porque ya no existe motivación para ello. Lo único que me mantenía con fuerzas para seguir adelante era mi padre, pero ahora que se ha ido ya no tengo razón alguna para continuar. Ni siquiera mi propia existencia me importa lo suficiente como para hacer algún esfuerzo. No siento nada; ni sueño, ni cansancio, ni mucho menos apetito. Solo deseo quedarme en el lecho que antaño pertenecía a mi padre y esperar a que llegue el momento de mi partida. No creo que a alguien le importe mi desaparición. Tal vez a Cyan y la señorita Perla, pero dudo que haya algo que puedan hacer por mí.

He pensado mucho en lo que me espera, y el futuro que me aguarda no es prometedor. No veo más brillo en mi vida, ni más sentido a la existencia. ¿Qué propósito tiene vivir en un mundo lleno de personas a las que no le importas y que lo único que desean es que no existas? ¿Cómo podría seguir adelante si para todo existen obstáculos?

Creo que ha llegado el momento de llevar a cabo lo que mi padre impidió hace dieciocho años.

Vuelvo la mirada hacia el techo y dedico palabras de despedida para la señorita Perla y para Cyan, me disculpo con ellos y ruego porque puedan perdonarme y entenderme por la decisión que he tomado.

Me pongo de pie con algo de dificultad pues me siento débil y cansado. Tomo la manta y cubro el lecho, y a mi mente vienen recuerdos de mi padre y los momentos que pasamos juntos en esa habitación. Suspiro conforme una lágrima más brota de mi ojo izquierdo y en mi rostro se dibuja una mueca de dolor.

Me dirijo a la cocina, y apenas pongo un pie en ella me veo allí, como un niño, al lado de mi padre mientras preparamos alimentos para vender. Desde pequeño, mi padre me enseñó a cocinar, pero las circunstancias han impedido que practique al máximo grado mis habilidades culinarias, pues más que recetas maravillosas lo que hacíamos eran milagros con la comida. Solo de recordar estos momentos hace que mi corazón se parta de nuevo y me derrumbe sobre el suelo entre sollozos y gemidos lánguidos de dolor. Me toma algunos minutos sobreponerme al dolor que este recuerdo me provoca, entonces me pongo de pie y me dirijo hacia un mueble de madera que se encuentra en un rincón de la cocina.

Abro una portezuela del mueble, y dentro veo un cuchillo con una hoja larga y afilada fabricada con un cristal especial. Solo un arma creada con esa clase de material puede provocar heridas de las que ninguno puede recuperarse, y mi padre siempre guardó una como método de defensa en caso de ser necesario.

Tomo el cuchillo con una mano en el mango y la otra en la hoja. Con solo tocarla puedo percibir como el color de mi cuerpo se comporta de forma extraña, como si cambiara en miles de colores y tonalidades distintas.

Tengo que pensar bien dónde haré la herida. Puedo enterrarla sobre mi pecho, justo donde se encuentra mi corazón, o tal vez más abajo, en mi vientre, e incluso es posible que atraviese mi cuerpo de lado a lado. Luego lo pienso mejor y la acerco hacia mi cuello. Un corte y diría adiós a este mundo. Sin embargo, la sola cercanía del cuchillo a mi cabeza provoca mareos y un poco de náuseas, por lo que mejor desisto de esa idea. Por último, decido que lo mejor será un corte rápido en mi muñeca izquierda, justo sobre la marca que nos identifica como mezclas.

Coloco el filo de la larga hoja sobre mi brazo, y mi mano comienza a temblar. Mi respiración se sale de control y, poco a poco, comienzo a sentirme angustiado.

De inmediato escucho que llaman a la puerta, lo que me deja un poco desconcertado. ¿De quién podría tratarse en este sitio y a tan altas horas de la noche?

—Flint, ¿estás allí? —llama una voz, e identifico que se trata de la señorita Perla.

Me dirijo con lentitud hacia la puerta y la abro. Allí está ella, ataviada con una larga capa de color oscuro fabricada con un muy raro, escaso y costoso material que no adopta el color del usuario a diferencia de las prendas comunes.

—Buenas noches, Flint —saluda con elegancia cuando abro la puerta.




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