Elizabeth dio instrucciones a Nathan de no hablar o pensar del tema hasta el día siguiente, que no mirara o dirigiera la palabra a la Elizabeth del presente, esto era crucial para que la relación de ambos no se viera alterada. Este parecía seguirlo al pie de la letra, pues ella aún seguía ahí.
Lo siguiente, era una de las tareas más difíciles para Elizabeth, convencerse a sí misma de emprender una vaga travesía le resultaba difícil de creer, aun para ella, que se encontraba ahí. Consiguió un poco de valentía de su bolsillo y buscó, entre la horda de alumnos que se aglomeraba en los pasillos después de un agitado primer día de clases, a un rostro extremadamente familiar.
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Si a Elizabeth le hubieran preguntado cómo se habría imaginado su primer día en la preparatoria, hubiera descrito algo que solo pasaría en dramas y novelas que veía desde su computadora, relatando el bello amor a primera vista que habría sentido al ver a un muchacho sumamente atractivo, de un grado superior, que el cielo arrojó sobre ella y sus libros, tirando estos últimos terminando en un intercambio de miradas que prometían un futuro soñado. Sin embargo, nadie le había preguntado, y aunque lo hubieran hecho, más que contar su sueño hermoso, hubiera contestado con un simple "normal", sin dar toda su cursi explicación.
Estos pensamientos la llevaron a reflexionar sobre si verdaderamente existía alguien tan perfecto para hacer de un príncipe encantador en la vida real, si realmente estos eran tan tontos como para caer con algo como amor a primera vista, y en que estaba pensando aquel primer autor que decidió plantear algo así en sus obras.
Sin darse cuenta ya estaba en la parada donde tomaría el autobús para llegar a casa, esto la desanimó. Dado a su bajo rendimiento en el último año de secundaria, no logró pasar los exámenes para dos de las preparatorias a las que postulaba y yéndose en picada su historial académico, terminó en una preparatoria que además de ser de bajo nivel, le quedaba a dos autobuses de casa. Mientras pensaba como haría para que su dinero le alcanzase para la escuela, el transporte y además ahorrar para reparar la pantalla rota de su teléfono, Elizabeth se sintió indescriptiblemente incómoda. Se sentía observada. Miró un poco a los lados discretamente pero no pudo ver nada sospechoso, la gente pasaba y a penas hacían un mínimo esfuerzo para no chocar con la chica, aun con todo esto, seguía sintiendo ese hormigueo en la espalda, se sentía una presa acechada y no tenía idea del por qué, decidida, se giró bruscamente esperando lo peor, tal vez un hombre con capucha apuntándola con un cuchillo en el abdomen, tal vez un criminal que se había fugado de prisión, tal vez su tía Rosalía la que babeaba la cara de besos. Nadie estaba detrás de ella, sin embargo, la sensación seguía ahí, palpable pero invisible al ojo humano, y en cuestión de microsegundos esa sensación de incomodidad pasó a ser una de completa atracción hacía aquello desconocido, el morbo la comía lenta y seductoramente, sentía un delicioso cosquilleo que le recorría el cuerpo y la hacía temblar, ahora más que nunca, debía saber, a cualquier costo, que era lo que lo causaba.
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Elizabeth sabía que debía ser cuidadosa, la madurez que había adquirido de tan solo unos pocos meses después le habían enseñado que la paciencia es lo único que necesitaba para hacer un trabajo bien hecho. Paciencia. Lo único que le faltaba y le sobraba, aquella virtud que convierte un minuto en toda una vida y transforma la cosa más simple en un extraordinario arte, le estaba jugando unas buenas retas sobre una cancha invisible desde que se levantó de la cama esa mañana lluviosa y saltó a una mañana nueva convenientemente soleada, su tiempo era escaso, lo sabía, sus intenciones; egoístas.
Aun así no podía estar dudando cuando el primer paso ya estaba dado, se podría decir que Elizabeth sentía ahora que era un compromiso, un compromiso con ella misma y un compromiso con la humanidad. Tal vez sonaba descabellado esto último, más sin embargo, ella sabía que ese don que se le había concedido temporalmente es el anhelo de la humanidad misma y estaba segura que cualquier otra persona lo habría aprovechado, si pudiera, en algo más que un simple romance.
La encontró cerca de una parada de autobuses, la chica delante de ella tenía los mismos ojos curiosos, la nariz no tan perfecta y aquel distintivo cabello negro azabache por el cual se había ganado el apodo de Tinta negra por Damián, argumentando que su cabello le recordaba a una vez que la tinta de su pluma para escribir se había regado y manchado el bolsillo de su pantalón, claro, esta otra lo tenía tal vez cuatro centímetros más corto de lo que lo tendría en cinco meses próximos. La miró más detenidamente, sus ojos pasaban del uniforme simplón completamente nuevo que llevaba aquella chica tan conocida para nuevamente regresarse a contemplar su propio rostro, después su cuerpo, facciones, rasgos, todo lo que ella era y había sido estaban mezclados justo ante sus narices. No paraba de mirarla, Elizabeth sentía que se le caerían los ojos si seguía mirando su versión poco más joven, le temblaban las piernas, de pronto comenzó a imaginarse a ella misma haciendo "puf" en cuanto se acercara a esa muchacha y desaparecer (como todo su mundo) de una vez por todas.