Esta mañana se sentía un ambiente extraño en la casa. Aparte del silencio sepulcral que reinaba en los pasillos, las escaleras y la sala; las luces estaban apagadas. El reloj marcaba las cinco en punto y a Liliane le sorprendió que su mamá no se haya levantado a hacer el desayuno para su padre (considerando que Soledad era una experta en despertarse temprano). Quizás la alarma se le habría desprogramado o simplemente no quería levantarse (solía suceder, por ejemplo, cuando estaba enferma o indispuesta). Liliane debió encender la luz de la linterna del móvil para hacerse paso entre las sombras.
Caminó sigilosamente por el pasillo que cruzaba a la habitación de sus padres para no interrumpir su descanso, e hizo lo mismo al descender las escaleras. Imaginó que su padre tenía el día libre: eso justificaba perfectamente el sueño prolongado.
Sin embargo, cuando pisó la alfombra afelpada de la sala con los pies descalzos, se dio verdaderamente cuenta de lo que sucedía: eran las manías religiosas de Soledad que volvían a manifestarse. Y su padre, Don Enrique Herráez, un modesto albañil de treinta y siete años, era la primera víctima.
Él estaba sentado en uno de los extremos del comedor, acompañado de la luz titilante de una vela a medio consumir. Su esposa le había servido en un plato tendido una especie de pure color verdoso con unas galletas deformes y un vaso rebosante de un líquido blanquecino que ella desconocía. Era evidente la angustia que denotaba su pálida y demacrada cara, producto del asqueroso sabor de la comida. Aún le quedaba un poco más de media porción, pero sus ojos parecían suplicarle a Liliane que lo liberaran de aquel suplicio maldito.
La joven, timorata y nerviosa, dio dos pasos al frente para adentrarse a la oscuridad de la cocina. Desgraciadamente, olvidó desactivar la luz de la linterna, lo que la dejó al descubierto. Cuando intentó cubrir el flash del móvil apegándolo al muslo, fue demasiado tarde.
— ¡Miren nada más a quien tenemos aquí! —exclamó Soledad emergiendo lentamente de entre las sombras, como una especie de espectro malvado—. A la jovencita desobediente e indisciplinada. A la que se cree muy libre de hacer lo que le dé la gana porque ya tiene dieciséis añitos.
Aquellas palabras sorprendieron en primera instancia a Liliane, que dejó caer abruptamente el teléfono. Luego, se deshizo en disculpas con su madre por no haber podido acompañarla anoche, asegurando que fue víctima de un incómodo ataque de cólicos menstruales que no le permitieron moverse de la cama.
— ¡Muchacha del demonio! —exclamó de pronto con un resentimiento tan exacerbado en sus ojos, que destellaban intensas ráfagas de fuego claramente visibles en la oscuridad—. ¿Acaso intentas matarme de un disgusto? ¿Ah?
— Yo... Yo... Yo solo tenía cólicos. No era mi intención faltarte al respeto o desobedecerte.
Soledad parece no escuchar en su absoluto a su hija, pues su mirada se concentra fijamente en el teléfono. Este continúa emitiendo una tenue luz desde el piso, pues el flash está apuntando hacia él. Con la agilidad propia de una gimnasta adolescente, se agacha para recogerlo y lo aprieta fuertemente entre sus manos, intentando destruirlo.
— ¡Maldito sea el día que decidí regalarte uno de estos! —vocifera mientras pulsa la pantalla desquiciadamente, con el afán de hacerlo funcionar—.
— ¡Mamá, no hagas eso por favor! —suplica Liliane, a quien ya se le han escapado unas cuantas lágrimas saladas—. ¡¡¡Por favor!!!
— Por esto es por lo que me desobedeces y osas encerrarte en tu habitación todas las tardes, ¿verdad?
— No mamá... no es lo que estás imaginando.
— ¿Imaginando? ¡Claro que no! Seguramente allí dentro te quitas la ropa mientras bailas y le envías fotografías de tus partes íntimas a los hombres...
— ¿Estás insinuando que soy una prostituta, mamá?
A Liliane le sientan mal estas acusaciones sin fundamento provenientes de su propia madre y por primera vez en su vida cambia las lágrimas de fragilidad por unas de coraje. Encara a Soledad con una expresión de desprecio y repite la pregunta:
— ¿Estás insinuando que soy una prostituta?
Soledad reconoce que ha cometido un craso error al difamar a su hija e intenta compensarlo persuadiéndola a pedir perdón como suelen llevarlo a cabo en la congregación.
— Pedir perdón. ¿A quién mamá? Déjate ya de ridiculeces...
Liliane reconoce que se ha sobrepasado en sus comentarios, pero no se arrepiente de haberlos articulado. No piensa humillarse y hacerse daño a sí misma por capricho de unos cuantos maniáticos que creen que las culpas se absuelven a base de golpes dolorosos y derramamientos de sangre en público. Odiaba aquella maldita congregación precisamente por eso, porque obligaba a sus “súbditos” (sí, así los llamaban), a redimirse y encontrar la salvación del alma mediante el castigo, el sufrimiento y el dolor corporal. Sus líderes se jactaban de poseer poderes “divinos” y engañaban a la multitud con curaciones y milagros fraudulentos, a cambio de pequeñas “colaboraciones” en efectivo, enriqueciéndose a costa de los más ingenuos. Liliane sentía pena por su madre, porque había caído inescrutablemente en las redes venenosas de aquellos corruptos y mafiosos, que se hacían pasar, descaradamente, por profetas.
Editado: 04.12.2019