La hora oficial que muestra la página de internet: 23:50. A solo diez minutos de arribar a la medianoche, Liliane espera con ansias que transcurra ese lapso, recostada en la cama.
Se siente nerviosa e inquieta, las manos le sudan y no logra concentrarse en absolutamente nada. No deja de checar la estúpida página web, por lo que decide intentar distraerse merodeando la habitación como un roedor hambriento en busca de comida.
Su padre había pasado a recogerla al hospital, como prometió, a las diez y media de la noche. Desde entonces, sus pensamientos se centraron en imaginar al cuaderno sano y salvo sobre su mesita de noche, el clic del bolígrafo desbloqueado y los deseos al alcance de sus letras. Tan extrema fue la sensación de angustia que la invadió de camino a casa en el coche, que simplemente no contuvo sus deseos de ir al baño, empapándose la falda y humedeciendo el asiento posterior de un momento a otro. ¡Qué vergüenza!
Afortunadamente su padre ni siquiera cayó en cuenta. Estaba tan concentrado en el delicado estado de salud de Soledad, que a veces parecía distraído y divagante. Liliane aprovechó estos desbarajustes emocionales para extraer algunos pañitos húmedos de la cartera y limpiar disimuladamente la zona afectada.
— Acuéstate inmediatamente termines de asearte, sí —exclamó Enrique con los ojos cayéndose del sueño, mientras llevaba el coche al garaje—.
Liliane corrió a su habitación, se cambió de ropa rápidamente y la puso en remojo dentro del cuarto de baño. Escondió el libro debajo de las sábanas, por si acaso a Enrique le surgía la necesidad de corroborar que estuviese descansando, mientras se duchaba. Tomó la ducha, casi sufre un accidente al resbalar el pie húmedo en el piso de cerámica y luego aguardó impaciente la llegada de la hora clave.
A sesenta segundos de la medianoche, colocó el cuaderno sobre sus piernas. Contó cada segundo que el reloj iba marcando mientras su corazón se aceleraba y quería desgarrársele del pecho. Varias go-tas de sudor frío le recorrieron la frente y cayeron al piso, hasta que por fin finalizó la cuenta regresiva.
Entonces el diamante del centro comenzó a iluminarse, hasta que expulsó un chorro de luz de tono púrpura que apenas perduró unos segundos en el aire y luego se apagó, así sin más emoción.
— ¡Rayos! —se dijo a sí misma rascándose la cabeza—. Tendré que acostumbrarme a esto...
Enseguida dirigió sus dedos al bolígrafo y pulsó el botón del extremo superior. Escuchó el dichoso “clic” que le había mencionado antes el sujeto extraño y entonces se abrieron los seguros. Las correas se distendieron y quedaron suspendidas en el aire. El cuaderno quedó entonces a completa disposición de la agitada muchacha.
Era la primera vez que podía estar a solas con su juguete mágico nuevo, aunque notó una gran diferencia: un considerable bloque de páginas adheridas entre sí, que a su vez estaba anexada a la cubierta. Intentó desprenderlas utilizando las uñas en los bordes, pero resultó imposible. Liliane intuyó que aquello constituía la historia de su vi-da antes del encuentro casual con el misterioso tipo del traje negro, y, por lo tanto, la parte que no podía modificarse. Asumió el control total de los hilos de su destino desde el momento que decidió aceptar dicho obsequio, aquella tarde lluviosa de un mes de septiembre trágico en la que estuvo a punto de abandonar este mundo físico.
Su primer deseo oficial (lo denominó así porque los dos anteriores estuvieron supeditados a la voluntad de aquel misterioso sujeto de traje negro, a quien en adelante llamaría simplemente “Él”), fue traer de vuelta a la Soledad de su infancia. No necesariamente en el sentido de su juventud, sino en cuanto a su carácter y personalidad. Quería que desapareciera de una vez por todas ese estúpido trauma con la congregación para que su padre y ella recuperaran la esencia de la familia feliz de hace unos años. Literalmente iba a escribir ese testamento. “Él” no le había puesto ninguna restricción en ese sentido. En realidad “Él” solo le había advertido de dos restricciones: la del número de deseos por día: dos, y la de no escribir que el cuaderno se autodestruya. En adelante, contaba con las suficientes hojas como para malgastarlas en discursos redundantes.
El segundo deseo tenía que ver con ella. Estaba harta de ser vista como el patito feo del curso, la perra del grupito de Scarlett, la mosquita muerta del colegio. Era consciente que las palabras de Deborah, Melanie y muchos de los líderes motivacionales que había visto en YouTube eran válidos, pero desesperaba por experimentar aquella vida de éxito, fama y reconocimiento que otorgaba la belleza fí-sica. ¿Qué tiene de malo aspirar a una vida de lujos y superficialidad? Se preguntó despreocupada.
Editado: 04.12.2019