Elevó su mirada, pasándose las manos fuertes por el cabello castaño que llevaba hacia atrás. Revisó su barba recién cortada y, tras confirmar que todo lucía como siempre le había gustado —impecable—, secó sus manos y buscó la salida del baño, aplicándose perfume en la habitación, donde tomó los accesorios que complementaban bien su elegante y varonil estilo.
Tenía una hora todavía para llegar a la oficina, pero de igual manera buscó el comedor, donde se reuniría con sus hijos. Los mismos, al verlo bajar, se acomodaron en una especie de fila. No le gustaba cuando hacían eso, pero no los corrigió la primera vez, por lo que ya era demasiado tarde para señalarlo. Pese a que estaban empezando las vacaciones, los tres ya estaban bañados y lucían ropa cómoda de casa.
—Buenos días, papi —saludó su pequeña, siendo la que rompió el espacio de tensión que ya había percibido en el ambiente.
—Buenos días, Charlotte —ella amplió la sonrisa para él, dejando entrever el pequeño espacio que el diente que hace poco perdió le dejó—. Benson, buenos días.
—Buenos días, papá —respondió el mismo, ajustándose los lentes de marco grueso en su nariz.
—Millie, buenos días —ésta solo elevó la mirada, viéndolo con seriedad, y se cruzó de brazos. Él solo arqueó una ceja—. Te he saludado, Millie.
—Buenos días, papá, ¿ya podemos romper esta línea militar que ahora hacemos? —retó la jovencita, por lo que él solo suspiró.
Ni siquiera le dio tiempo de responder, ya que de manera inmediata se dio la vuelta y buscó la cocina. Él tan solo pudo tragar saliva viendo a sus dos hijos, Benson, o Benny, como de cariño solían decirle, y Charlotte, su princesa bailarina, quien fue la única que le sonrió y lo buscó, ofreciéndole su mano pequeña. Así que no dudó en tomarla y dejarse guiar por ella hacia el área del comedor, donde ya el desayuno, quizás temprano para ellos que se quedarían en casa, se tomaría.
Notó cómo los empleados también se tensaron. Lo fueron saludando con cordialidad y respeto, pero ninguno se acercaba demasiado a él, exceptuando a Noaria, quien traía en sus brazos a su hija menor, la pequeña Aurora, que al notarlo empezó a moverse y balbucear, como llamándolo. Él solo suspiró antes de acercarse a ella, rozando con delicadeza, apenas con las yemas de sus dedos, su suave cabello.
—¿Cómo sigue de su gripe? —consultó a la enfermera, que en ese momento hacía de niñera de su hija menor. Una preciosa bebé de nueve meses que claramente quería sus brazos, aunque él no la cargaba.
—Un poco mejor, aún está expulsando flema y le quedan dos días de nebulización, pero ha respondido muy bien al tratamiento.
—Bien, me alegra saberlo.
La miró unos segundos, notando cómo la bebé estiraba sus brazos hacia él, quien solo suspiró.
—Desea que la cargue.
Al ver a la niña incómoda, con los ojos llenos de lágrimas y haciendo pucheros porque él no la atendía, tan solo negó con otro suspiro.
—Mejor llévala a pasear, cámbiale las prendas que parece que algo de mucosidad ha caído en ellas antes de que tome el desayuno.
La enfermera intentó mantener su rostro sereno, pero al final asintió, calmando a la niña cuando empezó a llorar al ser movida. Claramente resentía la distancia que su padre había establecido con ella. Él se veía complicado, con la mandíbula apretada, y es que su pecho se sentía de la misma manera al escuchar el llanto de su bebé. Pero al final terminó suspirando, notó la hora en su reloj y se dirigió al comedor, donde ya dos de sus hijos lo esperaban.
—¿Dónde está Millie?
—Dice que no quiere desayunar —respondió Benny—, que es una locura, que son las siete de la mañana y su estómago no se ha despertado.
—Por favor, empiecen —indicó con seriedad, pero no se sentó con su familia. Buscó el salón donde encontró a su hija adolescente en el sillón, viendo videos en el celular—. Millie, el desayuno está servido.
—No tengo hambre, ¿ya viste la hora? —le preguntó, acomodándose un poco retadora ante él—. Estamos de vacaciones, no podemos estar tomando la comida como si aún fuéramos a clases, solo porque es el único momento donde compartimos un poco contigo.
La arqueada de ceja de su padre fue inmediata, pero ella no se sintió amenazada. Sin embargo, bajó la mirada cuando él dio un paso hacia el interior del salón. Para ese punto, Darcy Jenkins sentía que había perdido el rumbo, el horizonte, la guía correcta para ser padre, guía, consejero y una buena figura de presencia para sus cuatro hijos. No había sido inmune a los abismales cambios en casa, muchos de ellos, o mejor dicho todos ellos, obligados por él mismo, porque en medio del caos en el que quedó su vida cuando perdió a su esposa, necesitó una manera clara de controlar a sus hijos, y tratarlos como empleados fue la mejor que encontró. Algo que ciertamente le había quitado ese sabor amoroso, dulce y de compartir bueno que antes tenían.
Intentó calmarse para hablar con su hija mayor, quien se cruzó de brazos ante él. Melisande, o Millie, estaba a unos meses de cumplir los quince años. Claramente ya se encontraba en esa etapa rebelde donde sentían que el mundo era su enemigo, sus padres sus desertores y solo ellos tenían la razón de todo: la temible adolescencia. Y él no quería ser el tipo de padre que discutiera con su hija cada vez que pudiera, pero tampoco estaba demasiado consciente de cómo dirigirse a ella sin hacerla desenvainar su espada defensora.
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Editado: 12.12.2024