Cuando mamá murió me dejó un único legado, legado, dieciséis cartas. Así, tan romántico como suena, la primera la abrí cuando tenía cinco años y vivía con mi abuela, en una pequeña casa color ladrillo. No fui capaz de leerla sola, así que mi Nani, como solía decirle, lo hizo por mi. Tampoco entendí mucho, se limitaba a repetir una y otra vez lo mucho que me amaba, y al final, un consejo un poco extraño para una niña cuyo mayor logro en la vida, hasta ese momento, era contar hasta diez y deletrear su propio nombre: Sybilla, aunque en esos tiempos dibujaba la S al revés.
¿Cuál era?
«No confíes en los dioses».
Ese día no le presté atención. Mi abuela continuó abriendo una carta en cada uno de mis cumpleaños, hasta que enfermó y no pudo continuar cuidando de mí. Me mudé a la casa de mi padre con una maleta con todas mis cosas y un cofre con las dieciséis cartas, diez abiertas, seis cerradas. Todas con el mismo extraño consejo.
No dejé que la vieja tradición se perdiera y continué leyendo una cada año. Y mañana sería la número diecisiete.
Tomé el cofre, con los años había inventado una nueva costumbre. Siempre le ponía un candado el día antes, pues era la única manera de resistir la tentación de echar un vistazo antes de tiempo.
De mi madre solo sabía tres cosas. Primero una historiadora muy buena, especialista en la época clásica, ya saben, Grecia y Roma, daba clases en la universidad y realizaba extensas investigaciones, que hasta el día de hoy son lectura obligatoria para los estudiantes de la licenciatura. Segundo, murió de cáncer cuando yo era muy niña, según mi abuela la enfermedad la mató rápido, un día llegó a casa y le dio la noticia, dieciséis días después falleció. Por supuesto, de ahí deriva la tercera cosa: me quería mucho, tanto, que durante su agonía me escribió una carta cada noche, para que nunca dudara de ello.
Por eso, constituye mi posesión más preciada. Mi mamá no dejó un testamento, pero sí plasmó su última voluntad. Todo lo que le habría gustado decirme en vida estaba ahí.
Cerré los ojos y me permití que mis emociones me inundaran. Mi corazón se aceleró de espectación y mis ojos se humedecieron.
Estaba tan concentrada que el repentino sonido del timbre por poco me hace soltar mi cajita.
—¡Elías! —Escuché la voz del mejor amigo de mi hermano desde el patio e inmediatamente mis mejillas ardieron.
Guardé el cofre y por un impulso tan ilógico como irracional, bajé a toda prisa a abrirle. Por supuesto, él no estaba ni la mitad de feliz de verme que yo a él. Sus ojos azules me miraron con la misma expresión que le pones a una mocosa de cinco años, aunque solo tuviéramos unos meses de diferencia. Para Max Montiel yo siempre sería eso, la hermana menor de su mejor amigo.
Aunque claro, podríamos alegar que Elias y yo éramos hijos de distintas madres y eso para mí era suficiente excusa como para soñar una oportunidad con Max.
—Hola, Sybbie. ¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, claro, ¿por qué? —Inquirí, exaltada.
—Parece que hubieras estado corriendo.
—Oh... —Claro, solo corrí el pasillo, bajé las escaleras y seguí a toda velocidad a la puerta, en una casa que es bastante grande—. Estaba haciendo ejercicio en mi cuarto.
—Le tenemos una rueda en su cuarto, como la de los hámsters —dijo mi hermano, apareciendo por detrás.
Me di vuelta y lo miré con odio, él nunca perdía la oportunidad de humillarse, burlándose de lo que él consideraba mi "cara de ratón".
—Te detesto —escupí, desapareciendo por el pasillo.
Subí de vuelta a mi cuarto y cambié la camiseta roja con la que había ido a la universidad por mi feo uniforme de trabajo, una blusa blanca con unos granos de café bordados y las letras "El Oráculo". Era un nombre curioso para un café, pero durante la entrevista de trabajo el encargado me dijo que mi placa se iba a ver muy bien junto a él. Sybilla, en honor a las adivinas griegas.
Mi madre como siempre, se había adelantado al futuro.
Mi auto estaba guardado en el garaje, papá me lo había regalado cuando entré a la universidad, pero rara vez lo sacaba de su escondite. Los motivos que me habían impulsado a trabajar no guardaban relación con mi situación económica, pero prefería simular que sí.
Me miré al espejo mientras recogía mi cabello en un apretado moño. No era una tarea fácil debido al volumen de mis rizos. Sabía que una vez que lo tomara no habría vuelta atrás, tendría que mantenerlo así hasta poder lavarlo y reacomodar cada mechón.
Mi madre alguna vez fue dueña de la misma peculiar cabellera, me parecía mucho a ella. Tenía una foto del día en que se graduó de la universidad pegada en el marco de mi espejo. Las mismas pecas sobre piel morena, los mismos ojos castaños y los mismos rasgos. ¿La diferencia? Ella era hermosa, mientras que yo solo había logrado ganarme el apodo de "cara de ratón".
Salí con precaución, mirando de un lado a otro, para asegurarme de que Max no me viera con mi peor ropa. Como medida extra, salí a la calle por la puerta de atrás.
Llegué a la hora, como siempre y registré mi entrada. Me di cuenta que mi compañera, Betzy no había llegado y me tomé la libertad de marcar su tarjeta, para que no tuviera problemas después.
Betzy y yo nos habíamos conocido un año atrás, cuando comencé a trabajar en el café. Ella solía estar en la caja mientras yo me quedaba en la barra. A veces nos acompañaban uno o dos empleados más, dependiendo del flujo de clientes, pero era lunes y estábamos en verano, así que seríamos solo dos.
Llegó casi diez minutos tarde, sudada y con los ojos saltones, pero al ver que su ingreso ya había sido anotado, volvió a respirar con normalidad.
—Eres la mejor —afirmó, tomando su lugar.
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Editado: 31.05.2019