El Despertar I

|Prefacio|

Lúgubre.

Aquellas paredes, los pasillos y cada cuadro sumido en sombras solo creaban un aspecto lúgubre a su alrededor. Y mientras la niña ingresaba por aquellas grandes puertas talladas en madera pesada, todo a su alrededor le gritaba que nunca volvería a salir por ellas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza, tensando sus músculos y haciendo que su respiración se ralentizara.

Podía sentir como algo en su interior se removía alerta, pero, cuando creía que podía confiar en ella, volvía a ser encerrada en aquel inquebrantable frasco atorado en su pecho.

Tras ella, la mujer y el hombre que la acompañaron desde aquel que había sido su hogar se mantenían en silencio, esperando pacientemente a que fuese ella quien hablara por primera vez en todo lo que había durado el viaje, y desde que se habían conocido aquella misma mañana. Pero Adeline no hablaría, jamás lo haría. Esas personas se habían presentado como garras que la arrancaron del seno de su hogar, mientras que sus padres solo la dejaban ir porque ya no podían lidiar con el problema que representaba su existencia.

A los pies de una gran escalera que se dividía en dos en el medio, dos personas más la esperaban sin siquiera pestañear. El hombre con el traje negro que modelaba orgullosamente la sotana de cura y una monja que cubría su cabello con el velo. Las cruces a su alrededor eran casi escasas y la mayoría de los cuadros representaban ángeles de alas negras sobrevolando los cielos. El frío parecía ser incluso peor que aquel que azotaba fuera de esas gruesas paredes y sabía, casi con una seguridad divina, que el sol jamás entraría a aquel lugar.

Algo tan puro como la luz solo sería corrompido por las sombras que aguardaban allí dentro.

El hombre de la sotana avanzó cauteloso hacía ella y, a pesar de que quería dibujar una sonrisa cordial en sus labios, la oscuridad que asomaba por sus ojos ambarinos solo lograba asustarla más.

—Mi nombre es Gregorio, el padre Gregorio —se presentó, deteniéndose a unos pasos y agachándose para estar a su misma altura.

Adeline dio unos pasos hacia atrás, temerosa, hasta que pegó un salto al chocar con alguien detrás de ella. Giró su cabeza rápidamente para ver la sonrisa dulce de la joven monja que la habia acompañado.

—No debes temer, Adeline. Estas a salvo ahora —dijo ella, con su voz cantarina.

Todos se veían amables, utilizaban un tono de voz meloso y dulce que, lejos de hacerle sentir la calidez que querían expresar, la hacían sentirse enferma y empachada. Era demasiado y su pequeña cabeza ya se mareaba. Todo lo que ansiaba, era volver a casa.

Con sus padres.

Con su molesta hermana.

Pero, sobre todo, con él.

Con el único que verdaderamente podría protegerla de las sombras que la acechaban. Pero también se había ido, también lo habían alejado. Y ahora estaba sola, rodeada de sombras y personas con demasiadas mascaras como para confiar. Nadie la protegía, solo la escondían.

—Estamos seguros que, en un par de días, te encantará este lugar —dijo el padre Gregorio, con otra de sus sonrisas.

Adeline miró a la mujer mayor tras de él. Era la única que no sonreía, la única que se dejaba ver intimidante. Por alguna razón, eso la tranquilizó más que la fingida dulzura del resto.

«Jamás confíes en quien parece no tener espinas, pues suelen ser los que ocultan una daga tras su espalda.»




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