|Donde las luces no llegan|
†
|Diez años después|
†Adeline†
Las rosas pueden contener una gran fuerza, o terquedad si preferimos explicar en cómo son capaces de sobrevivir hasta en el invierno. Pero, a pesar de que he tenido que levantarme temprano porque no podía esperar para verlo por mí misma, el orgullo que siento por los retoños rojos es inmenso. Y pensar que ha sido con mi ayuda, aligera como no tenía idea el peso constante en mi alma.
—Tienes buena mano para esto, ¿quién dice que, cuando salgas de aquí, no te dediques a la jardinería? —comenta la hermana Catalina a mi lado con una sonrisa dulce y orgullosa.
Yo se la devuelvo, emocionada. Más por la primera parte que por la segunda.
—Sería una opción, sí —digo, a pesar de lo que realmente pienso.
La esperanza por el futuro no es algo en lo que suela apoyarme al despertar, sino en mantener mi presente estable y sin complicaciones. O ignorando las complicaciones, más bien. Me habia encargado de adquirir una alfombra que pudiese esconder todo lo que ellas habían dejado como anomalía dentro de mí todos aquellos años.
—Más que una opción, linda, deberías considerarlo realmente —añade con la mirada puesta en las rosas. Y no digo nada, no quiero abrumarme con pensamientos de futuro cuando me siento, por primera vez en días, de un humor más soportable —. Lamento dejarte, pero tengo que irme a continuar con mis tareas. Tú quédate, pero no te pierdas el desayuno —dice, recuperando la sonrisa en el rostro mientras me acaricia la mejilla con una de sus arrugadas manos con cariño.
Yo asiento, sonriéndole a duras penas, y me quedo un tiempo más mirando las hojas verdes de la planta, junto con los retoños que poco a poco se van abriendo para dejarnos ver su esplendor.
Arriba, en un cielo que lentamente se despeja de nubes pesadas y negras, el graznido de los cuervos en busca de alimento llama mi atención. Alzo la mirada, achicando los ojos por los rayos que me dan directamente. Apenas puedo verlos, pero sé que están ahí. Sobrevolando, acechando. Un sentimiento pesado y asfixiante se instala en mi pecho, obligándome a tragar saliva con fuerza. El viento sopla y envía escalofríos a todo mi cuerpo. El invierno ha llegado hace meses y no da señales de querer irse, y la navidad y el año nuevo jamás se sintieron tan fríos como los pasados, dándonos la idea de que no serían los primeros meses más agradables del nuevo año.
Yo estaba acostumbrada al frío, así que no tenía esperanzas de ver días cálidos acercándose por lo pronto. No en esta parte del estado, al menos, en donde el invierno parecía ser la estación que dominaba todo el ciclo.
—¿Qué haces?
Me sobresalto y me giro rápidamente hacia la persona que acaba de interrumpir mi tiempo. Leandro Matarazzo, una de las mejores personas que pude llegar a conocer, me mira confundido y con las manos en sus bolsillos. Como yo, viste con el uniforme que le corresponde de la institución. Aunque él tenga la suerte de utilizar pantalones y estar, de alguna forma, más abrigado. A mí me tocaban los leotardos y las faldas hasta la rodilla.
—Ayudaba a la hermana Catalina con las rosas, ¿ya las viste? —no pude evitar sonreír al decírselo y me aparté de la vista para que pudiera verlas —. Tienen su fuerza —añadí, mirándolas también.
En mi voz, supe que habia dejado entrever el ansia que sentía al querer ser como ellas. Pero, como casi siempre, aquel que se habia convertido en un hermano mayor para mí fingió ignorarlo. Era lo mejor. Él avanza hasta posicionarse a mi lado y observar, más con rareza que con admiración, a la pobre planta que se alzaba todo lo posible para demostrar que estaba entera.
—Tú no tendrás fuerzas si no desayunas —increpó y me abstuve de poner los ojos en blanco.
—Iba a ir a ello, ¿podrías dejar de lado tu preocupación de hermano mayor y decirme que te han gustado las rosas? He trabajado días con la hermana Catalina para darle un poco de vida a este lúgubre lugar —solicité tratando de no perder la calma.
Leandro me miró serio por un breve momento, como si tratara de indagar dentro de mi cabeza, hasta que pareció rendirse y me dejó ver una sonrisa perezosa en sus labios.
—Las rosas están geniales, Ada. Ahora vamos a desayunar, no eres la única que debe hacerlo.
Me reí, porque no podía hacer nada más, y rodeé su brazo con el mío cuando me lo ofreció para comenzar a caminar hacía el edificio de piedra que se alzaba frente a nosotros.
Gellicut era gigantesco, como uno de esos antiguos castillos medievales con pasadizos secretos, ventanales de vidrio y un número de habitaciones que no parecía tener fin. Recuerdo las primeras semanas de mi llegada, en donde todo me parecía demasiado frío y solitario. Y, aunque el sentimiento no hubiese variado demasiado, me había acostumbrado y acoplado a él. Tanto, que no podía visualizarme un futuro en donde no siguiera atrapada de alguna forma entre estas paredes.
—¿Te enviaron a buscarme o decidiste por tu cuenta? —pregunté a mi amigo, mientras nos adentrábamos en los pasillos externos de Gellicut.
Leandro suspiró y entrelazó nuestras manos unidas, dándome un apretón reconfortante.
—Solo se preocupa por ti, Adeline. Despertó y no te vio en tu cama, ¿cómo quieres que se sienta?
Me quedé en silencio cuando por fin nos refugiamos del frío dentro del edificio. A mi alrededor, los demás alumnos iban y venían de un lugar para otro. Algunos caminaban en grupos y, solo los más valientes o fuertes a mi parecer, lo hacían solos. Porque, a pesar de lo que nos había hecho venir aquí en primer lugar, necesitábamos a alguien. Un grupo al cual pudiéramos llamar amigos y, si éramos más intrépidos, familia. Puesto que no conocíamos otra.