El amanecer en la tierra de los Venitas no era luminoso, sino de un brillo metálico. El cielo parecía teñido de humo y plata, y las sombras danzaban con una calma que inquietaba.
Desde su balcón, Lía observaba los jardines negros que se extendían más allá de las murallas: árboles de hojas oscuras que relucían como espejos rotos, flores que parecían cerrarse cuando la miraban, y una brisa fría que llevaba consigo el murmullo de antiguos conjuros.
No pasó mucho tiempo antes de que llamaran a su puerta.
Tres mujeres ingresaron sin levantar mucho la vista, vestidas con túnicas de un gris profundo, y una cuarta —más alta, con una especie de velo púrpura cubriéndole la mitad del rostro— se adelantó.
Era Serah, la instructora designada por Kael para su “preparación”. Su voz era grave, sin inflexión alguna:
—El señor Kael ordena que inicie su entrenamiento al alba. La reina no debe temer a las sombras si va a gobernar entre ellas.
El tono no admitía réplica.
Lía la siguió hasta una estancia subterránea, donde el aire olía a hierro, incienso y piedra húmeda, el suelo tenía símbolos grabados que irradiaban un resplandor tenue, y al centro, un cuenco de obsidiana contenía agua negra.
—Aquí aprenderá a contener su luz —dijo Serah, mientras dos de las mujeres trazaban un círculo con polvo plateado a su alrededor— Su resplandor perturba los cimientos del reino. Debe aprender a hacerlo fluir… sin destruir.
Lía sintió un escalofrío recorrerle la espalda, la energía de aquel lugar era densa, vibrante, casi viva. Cuando se inclinó sobre el cuenco, su reflejo tembló, y en lugar de su rostro vio el destello de un fuego dorado que parecía provenir de su interior.
Serah alzó la mano, y una corriente oscura se extendió desde sus dedos, tocando la superficie del agua.
—Concéntrese —ordenó— Sienta la oscuridad, no la rechace, deje que la abrace.
La luz en su pecho respondió como una llama herida, titilante, rebelde. Por un instante, el suelo vibró, el aire se fracturó, y las runas del piso brillaron con tanta intensidad que una de las doncellas retrocedió asustada.
Serah sonrió con algo que parecía satisfacción.
—Demasiada fuerza, demasiada pureza. Tendrá que domarla, si no lo hace, el reino la devorará.
Lía se irguió, respirando con dificultad, el pulso desbocado. Sabía que no era bienvenida, que cada paso dentro de esa fortaleza la alejaba más de lo que alguna vez fue, pero había algo dentro de ella que se negaba a ceder del todo.
Y mientras Serah se inclinaba ante la puerta para retirarse, Lía levantó la mirada hacia la ventana alta donde un rayo de luz aún se atrevía a entrar.
“Domarla”, pensó. “Pero no extinguirla.”
El resplandor del círculo aún titilaba en el suelo cuando la puerta se abrió sin aviso.
El aire cambió, la temperatura descendió un instante, y la llama de las antorchas se inclinó como si reconociera quién había entrado.
Kael cruzó el umbral con paso firme, Lía contuvo el aliento.
Era la primera vez que lo veía desde su llegada al reino, y la imagen de las mujeres que habían seguido sus pasos la noche anterior regresó como una espina ardiendo en su pecho.
La doncella a su lado, se inclinó, y las demás hicieron lo mismo antes de salir sin una palabra. El silencio quedó suspendido entre ellos, pesado, eléctrico.
—Tu instructora dice que la sala tembló —dijo Kael, sin preámbulo, su voz baja, grave, con esa calma que solo hacía más visible la amenaza contenida— ¿Fue tu poder… o tu ira?.
Lía lo miró directo, el pulso latiendo en sus sienes.
—Quizá ambas.
Kael alzó apenas una ceja, intrigado.
Ella se permitió un paso hacia adelante, sin apartar la vista de sus ojos.
—Hay cosas —continuó— que perturban más que un entrenamiento —Su tono se volvió más frío— Por ejemplo, el desfile de mujeres anoche.
El silencio volvió a tensarse.
Kael la observó un largo instante, su expresión impenetrable.
—¿Te molesta? —preguntó, finalmente.
—No —mintió con una calma que no sentía— Me irrita, me irrita que ellas crean que pueden juzgarme, no necesito la aprobación de ninguna de tus concubinas.
La chispa que cruzó entre ellos fue casi visible.
Por un momento, el brillo dorado en las pupilas de Lía volvió a encenderse, reflejado en la oscuridad metálica de los ojos de Kael.
Entonces él dio un paso hacia ella. Su presencia llenó el espacio, imponente, peligrosa, y cuando habló, su voz se volvió más baja, casi un murmullo.
—Nadie… —dijo, despacio— nadie tiene permitido mirarte con desprecio.
Sus palabras tenían un filo tan cortante como una promesa.
—Ni ellas, ni mis hombres, ni los muros de este castillo.
La miró con intensidad, casi como si estuviera grabando su rostro en la memoria.
—Eres mi reina, y quien olvide eso… conocerá el castigo que merece.
Lía quiso decir algo, pero su garganta se cerró.
Por un instante, creyó ver algo en su mirada que no era solo autoridad ni deber, algo más… profundo, contenido, feroz.
Kael se giró hacia la puerta, pero antes de salir, murmuró sin mirarla:
—Aprende a dominar tu poder, Lía, porque cuando seas coronada, el reino entero tendrá que inclinarse ante ti… incluso las sombras.
El sonido de sus pasos se desvaneció por el pasillo, dejando atrás el eco de una promesa velada, mitad advertencia, mitad devoción.
Lía respiró por fin, aún temblando.
No sabía si debía temerle… o si, en el fondo, ya pertenecía a esa oscuridad que él representaba.
El castillo de los Venitas era un laberinto de piedra negra y mármol reluciente, pasillos que se retorcían como venas de un organismo antiguo. Lía caminaba despacio, los dedos rozando las paredes, sintiendo la vibración sutil de la magia que parecía latir bajo los muros. Cada corredor estaba decorado con símbolos que apenas comprendía: espirales, figuras aladas y runas que parecían moverse cuando no las miraba directamente.