Llegamos a la Piazza della Repubblica, casi a las nueve, el sol ya se ponía y el tiempo estaba cálido. Como hacía poco que el padre Luigi nos había dado una merienda, no teníamos hambre, caminamos un poco por la plaza, en un banco había un músico callejero, tocando el acordeón. Nos quedamos escuchándolo, mientras nos daba hambre.
A mí me gustaba más la música que a mi hermano, en especial los instrumentos extraños y era la primera vez que veíamos un acordeón. En una pausa en su interpretación, el joven músico me dejó presionar algunos botones mientras me explicaba su función.
Abdel, mientras, le pidió prestada a mi madre la Tablet en la que ella hacía sus trabajos. Si no jugaba un videojuego de autos, normalmente se dedicaba a ver las fotografías de mi padre; eran tres: En una se veía serio, pero no daba miedo ni nada por el estilo, se veía más bien calmado; en la segunda estaba con un perrito, esa me gustaba mucho porque se notaba que el perro no se quedaba quieto para la foto; en la última estaba con mi madre, ella lo abrazaba por detrás mientras le daba un beso en la mejilla, creo que no se esperaba ese beso, porque su cara era de sorpresa. Supe que veía las fotografías porque estaba bastante quieto.
El músico volvió a tocar y yo regresé con mi madre. Abdel al sentir que me acercaba levantó la vista para verme, pero algo detrás de mí llamó más su atención.
—¡Madre! ¡Esta vez sí es él! —señaló susurrando.
Yo me volví rápidamente y me sobresalté. No podía equivocarme, en uno de los restaurantes de la plaza estaba sentado un hombre de la edad de mi madre, sin duda; tenía todos los rasgos del hombre de las fotografías. Estaba acompañado de dos hombres mayores, vestía ropa casual y se le veía relajado mientras bebía cerveza; no me parecía la imagen de un arquitecto reconocido, me parecía la imagen del padre que toda mi vida estuve extrañando.
—¡Madre, tiene que ser él! ¡Vamos!
Era tal como yo lo imaginaba, tenía unos deseos enormes de correr hacia él y abrazarlo, por eso mi prisa. Mi madre me tranquilizó, aunque yo veía en sus ojos una ansiedad parecida a la mía. Los hombres con los que mi padre estaba se despidieron de él y le dejaron solo.
—Vamos a llamarle —dijo, mientras buscaba su teléfono.
Cuando marcó a su número, el teléfono que tenía el hombre en la mesa, comenzó a sonar.
—¿Pronto? —contestó, mientras su voz sonaba al mismo tiempo en el teléfono de mi madre.
Ella, nerviosa, cortó la llamada. El hombre en la mesa se extrañó y dejó su teléfono en la mesa de nuevo.
—¿Qué pasa, mamá? —le habló con amor, mi hermano, viendo que lloraba.
—Me hace falta valor para hablarle —nos confesó—. ¿Pueden ir ustedes primero?
Ambos asentimos y nos lanzamos a sus brazos. Sequé sus lágrimas dándole fuerza a ella y animándome a mí a no llorar. Cuándo Abdel me tomó de la mano me di cuenta que yo temblaba, me la apretó más fuerte y caminamos hasta donde estaba él.
—Buonasera, signore*—lo saludamos a la vez, aunque mi voz casi no se escuchó por lo nerviosa que estaba.
No podía creer lo cerca que estaba de él.
—Non sono un signore, ragazzi* —afirmó con una sonrisa amable, que solo hacía que mi corazoncito de niña deseara más muestras de afecto paterno; claro que él no tenía idea.
Su teléfono volvió a sonar en la mesa, nos hizo una señal de disculpa y atendió. Me volví a ver hacia el lugar donde se había quedado mi madre, ella lo volvía a llamar.
—¿Pronto?
—Hola, Mateo —. Por suerte alcanzamos a escuchar.
—¿Quién habla? —preguntó en español esta vez.
—Violeta... ¿me recuerdas?
—¡Linda! ¿Tú me llamabas? ¿Estás en Italia? ¿Cómo me encontraste?
Recordé que mi madre me contó que cuando estuvieron juntos, mi padre siempre la llamaba 'linda' como muestra de cariño. Me estaba conteniendo muchísimo para no llorar de alegría al escucharlo.
—Te he estado buscando por tanto tiempo... —su voz se quebró.
—Linda, ¿estás llorando? ¿Qué pasa?