Toallas empapadas, las mojo; hay gritos de dolor, quemaduras que parecen graves, ropa achicharrada, sudor y lágrimas. Papá tiene la piel de uno de sus brazos y su abdomen rojiza, y ciertas ampollas en su pierna. Las manos de Nathaniel tiemblan, no ha parado de toser desde que mamá y yo lo pusimos en su cama, él no tiene tantas quemaduras como papá, sin embargo, sus brazos también están colorados y su ropa toda calcinada.
Mi madre termina de atenderlos y sale disparada a casa de los Soto, dejándome encargada de cuidar a los hombres. George me ayuda, trae la cubeta llena con agua, yo sumerjo la toalla en ella y exprimo el líquido sobre la piel herida de ambos. Sus gritos agonizantes no se hacen esperar cada vez y mis disculpas tampoco.
—¿Qué sucedió? —digo, tratando de ocultar el nerviosismo por no saber cómo tratar este suceso de la manera correcta.
—Alguien quemó las tierras de los Soto —comienza a decir papá.
Me llevo ambas manos a la boca, pobre familia, no sé qué haríamos nosotros en su situación, recuperar tierras quemadas es, si no imposible, complicadísimo. Y ni hablar de cómo harán para sobrevivir los siguientes intercambios sin tener los productos que exigen los de arriba. La madre de Dánae debe estar inconsolable.
—¿Quién fue?
—No lo sabemos, Eleonor —contesta Nathaniel con voz arisca, seguida de una tos horrorosa.
—Pero tenemos un par de ideas —agrega papá, y comparten una mirada.
Frunzo los labios.
—¿Los Soto estaban intentando apagar el incendio? —insisto en mi interrogatorio, al tiempo que dejo caer más agua sobre las ampollas de las piernas de papá. Él se queja, pero me permite continuar hasta que no sale ni una gota más del trapo.
—Cuando llegamos estaban intentando salvar sus frutos —dice mi padre con voz tensa.
—¿Y los oficiales? —pregunto—. No puede ser que nadie se haya interesado en ayudarles.
El silencio que prosigue a mis palabras es incluso sonoro; algo así como un compás melancólico.
—¿Qué le pasó a Dánae?
—Estaba encerrada en el fuego, debió… —Nath tose— haber inhalado demasiado humo. Cuando llegué hasta ella ya se había desplomado, sus hermanos y padre estaban demasiado ocupados recogiendo lo que pudieran salvar del fuego, se olvidaron de que ella existía… Papá tuvo que jalarlos fuera de las tierras o las llamas los habría consumido.
—Logramos apagar el fuego de milagro, si no nos apurábamos, el fuego habría alcanzado nuestro campo.
Mientras mi padre y mi hermano me cuentan la historia de cómo rescataron a la familia, no puedo evitar pensar que esto debe tener algún significado. El que los oficiales hayan decidido quedarse de brazos cruzados me deja sin palabras, es más que obvio que, contrario a lo que se podría pensar y a sus insistentes dos palabras a la hora de saludarnos, a ellos nada les importa ni la paz ni nuestro bien.
En cierto punto mamá se une a la ecuación, sus ojos llorosos me hacen pensar que acaba de suceder lo peor, sin embargo, se deshace de sus lágrimas con las mangas de su suéter y nos hace saber que todos están bien —si cabe decir—, y es solo la aflicción de ver que algo como esto ha sucedido. Ella se derrumba junto a papá y lo abraza con sumo cuidado para no rozar alguna de sus heridas, le besa la frente, las mejillas, la nariz, las orejas y las manos, y se queda viéndolo como si en un pestañeo lo pudiese perder.
—Son unos héroes. —En su tono se retrata el orgullo. Toma la pequeña mano de George y la acaricia, al susodicho se le hincha el pecho de alegría por el reconocimiento—. Unos héroes que me van a terminar matando de un paro cardiaco, tengan más consideración con su madre, muchachos.
—Sí, mamá —responde Nath.
—Nosotros no… No recolectamos y el intercambio mensual de bienes es mañana, no podremos asistir. —Las palabras del papá nos devuelven a todos a la realidad.
Mamá suspira mirando hacia el cielo, sé que en su estado no podrá cargar con mucho peso, además mi hermano y padre no pueden siquiera ponerse de pie sin ser detenidos por el dolor. Miro a papá, él mantiene sus ojos cerrados, como si no pudiera soportar que nuestras miradas lleguen a cruzarse, su orgullo no lo deja. Mientras tanto Nathaniel mantiene su cabeza rígida en la dirección opuesta a mí. Si pudiera darle un nombre a este escenario sería Silencio y vergüenza, todos saben que la única opción que queda soy yo, pero nadie es lo suficientemente osado como para proponerlo.
Dispongo tanto del sí como del no, la segunda opción es desechada de inmediato, por más que haya sido obligada a asistir a ese festival enfermizo, no puedo dejar de apoyar a mi familia en una situación de estas. Pero disfruto de mi momento de venganza quedándome callada otro ratito, solo para que en sus interiores sufran un poco más. Cuando considero que ya fue suficiente, me pongo de pie observándolos a todos.
—George y yo lo haremos, aún queda algo tiempo antes del toque de queda, lo traeremos todo y… yo puedo asistir al intercambio en representación de los New.
—Gracias, hija, nos estarías salvando —dice mamá, frotando su propio brazo—, otra vez en realidad.
—No hay nada que agradecer, sigo siendo una New al fin y al cabo.
Noto que todos los ojos están puestos en mí. Doy tres golpes con mi lengua en mi paladar y me animo a caminar, a los pocos segundos escucho los pasitos que me siguen apresurados.