Los pasantes fundían su aliento con los placeres más íntimos, mientras contemplaban en las ventanas la caída furtiva de la nieve. Miles de latidos replicaban en consonancia sumidos en el temor, los nervios, la angustia y la vergüenza.
Desde el ingreso, detrás del embriagado que abría la puerta de par en par para respirar, se avecinaba mi singular silueta, vistiendo un fino y oscuro cuero que daba escalofríos a cualquier presente, la melena suelta detrás de mis hombros casi atizada por los pompones y el inevitable estruendo de los borcegos sobre la superficie de madera. Era inevitable que no me viesen desde fuera, cuando yo les observaba por dentro. Percibía la esencia en sus fragancias, la pena, la gloria, la pasión, la cobardía y, desde luego, los tantísimos demonios que les atormentaban.
Pero en la pasarela de sangre vibrante, ante el bombeo de sus corazones, ninguno pudo asimilar el desconocido reflejo ante las copas. Asemejaba a un misterioso y sonriente caballero, de mirada penetrante y semblante pálido. A duras penas alguno señalaba hacia la luna llena fuera del bar, mientras otros se reían de las leyendas urbanas que otro hombre contaba ante el asombro de unos pocos.
Lejos de compartir la escena entre tantos, me alojé en la barra. Pretendía saciar mi sed en la lejanía, al tiempo que contemplaba aquella vislumbrante rocola que ostentaba el nombre de Belladona en la portada y removí mis labios como si algo desde dentro los tensara hacia fuera. Delante de mi se aproximaba una esbelta dama que vestía un corsé negro y de uno de sus hombros se soltaba su abrigo de cuero. Se trataba de la única persona más adecuada a mi respecto a la vestimenta.
Tan pronto el ebrio, al ingreso del bar, optaba por volver a salir, descubrió que la extraña neblina que antes había advertido ya no existía y una sublime ventisca le tomó por sorpresa. Repentinamente una voz, desde el fondo, le dio un llamado de atención:
– Cierra, anciano. –
En lo que el hombre cumplía dicho propósito el generador de luz sufrió un cortocicuito y un espantoso alarido de dolor sobresaltó a toda la concurrencia.
Y en cuestión de minutos los gritos se sucedían unos a otros ante el imprevisto apagón que culminó con un silencio atroz.
A penas el soplido de la brisa era una constante. Sobresalí del penumbroso bar, nuevamente hacia el sendero por el que había llegado y observé la grava cubierta de nieve hacia el horizonte infinito. Asemejaba a caminar sobre un montículo nuboso. Siquiera lograba individualizar a algún animal o individuo a los lados del paisaje dispuesto
Se trataba de un albino desierto con el horizonte opaco, sin figuras aparentes. Era un laberinto sin opciones, donde la esperanza radicaba en la propia voluntad de avanzar, paso a paso.
A mi espalda, los rastros frescos de sangre se ocultaban ante la caída constante de los pompones de nieve.
Y, con cierta afonía, exclamé en monotonía:
– Ya perdí la cuenta de cuántos años he merodeado por este pasadizo –