Quedaban pocas horas antes del amanecer, una cabaña poseía iluminación interna. Al parecer quiénes vivían dentro habían madrugado suficientemente temprano. De rizos colorados y posando las manitos en la ventana, Bell, una adolescente de aproximadamente 13 años, observaba como, incesante e insonora, se abalanzaba su hamaca fuera del hogar cubierta por una densa neblina. Con estupor exclamaba:
– Mama. –
Su madre, desde el Living-Comedor le corregía:
– Mamá. –
Tan pronto la dama se aproximaba hacia su hija, la hamaca se detuvo con normalidad y la neblina se había desvanecido. Aunque ella no lo hubiese visto, Bell había notado cierto movimiento.
Una misteriosa silueta deambulaba sobre el jardín cubierto de nieve y, aunque la madre no pudiese alertarlo, recordó que la puerta del galpón estaba averiada.
No obstante, el amanecer trajó consigo un día pleno de sol que, a pesar de la brisa otoñal, invitaba a madre e hija a retirarse del hogar, con suficiente abrigo y coloridas bufandas a rombos. La abuela Nona solía tejerles a ambas piezas similares.
A medida la madre se dirigía hacia el coche para encenderlo, la pequeña Bell pisoteaba un montón de hojas secas apenas visibles ante la superficie blanca. Llena de ternura, repetía el crujiente sonido de las pisadas a medida que posaba sus botitas. Aparentaba ser mucho menor de lo que era debido a su manera de jugar y de manifestar su alegría.
Repentinamente sintió un insólito ruido detrás de su espalda. Parecía como si rasguñaran el mármol de una mesada.
El sudor frío se conformaba en su frente. Bell temía voltearse hacia la oscuridad del cobertizo y, recordando la hamaca pocas horas antes y la misteriosa silueta en la neblina, se mantuvo paralizada en su sitio. Siquiera movía ya sus pies, siquiera sentía el instinto de respirar. Apenitas sus ojos se dirigían directamente hacia el automovil de su madre, quién insistía en el arranque del mismo, incluso a los neumáticos encadenados. Tan rígidos como su propio cuerpo en ese preciso momento.
Y con el pasar de unos míseros minutos la madre aparecía con el vehículo todo terreno. Se disponía a abrir la puerta de acompañante y, a la distancia, se advertía cómo cambiaba las emisoras de la radio con una extremidad, mientras bebía un sorbo de café con un envase retornable en la restante. De repente, desesperada, clamaba:
– A prisa Bell. ¡La abuela nos espera! -
La hija yacía estupefacta. Sin más arremetía en dirección a su madre cuando, repentinamente, sintió que una punta de la bufanda le tironeaba por detrás de la espalda. Y aunque buscara liberarse de dicho control, imaginó que algo o alguien le obligaba a mantenerse quieta. Por lo tanto, temerosa, se quitó la prenda y corrió asustada.
Con el pasar del tiempo, se retiraban ambas por un sendero boscoso rodeado por álamos y abedules.
La joven observaba, desde su ventanilla, como la bufanda bordeada parecía tambalear de un lado a otro, sostenida por la misteriosa cosa en el cobertizo.