Abelita, dentro de su lecho, al notar a su hija desvelada, con la mesita de luz encendida, exclamó:
– ¿Otra vez? –
Su rostro pálido observaba hacia una ventana por dónde descendían millares de pompones de nieve.
– Otra pesadilla Mamá –
Respondía ella, sumida por el miedo, con un reflejo dorado por la iluminación por encima de su melena.
Abela sobresalió de entre sus pesadas cobijas. Vestía el pijama de algodón, cuyo talle persistía desde su juventud y, decidida a arropar a su pequeña hija, le brindó un abrazo protector.
– Piensa en cosas bonitas, Bell –
La joven asentía con naturalidad y, al cabo de los minutos, el cariño de la madre fue suficiente para recobrar esa paz austera.
Pasadas las 4 de la madrugada Nona y Abela se hallaban desveladas, bebiendo tazones enormes de té con lech y susurrando sus conversaciones para no interrumpir el descanso de la niña.
– Abelita tu no recuerdas, pero sufrías de los mismos síntomas –
Clamaba la abuela, dispuesta a alentarla.
– Pero no tan así, Mamá –
Y mirándose ambas, unos míseros segundos, toda explicación parecía zanjarse.
Al instante, la abuela se volteó, tras seguir la mirada perdida de Abelita, se puso de pie y, con cuidado de no hacer ruidos, tomó el portaretrato que absortaba a su hija y reclinó la portada sobre la anticuada alacena.
– ¿No has intentado...? –
– Ni se te ocurra nombrarlo, Mamá –
Y, finalmente, la abuela asintió en silencio, al tiempo que Abela se retiraba al excusado.