Toda incertidumbre puede ser como una astilla que se adentra más y más en las capas de la piel. Hasta perforar, incluso, la carne y despertarte de nervios.
Era evidente que, por más que librasen el camino, enterraran al ciervo y retomaran sus labores, el grito oído, paulatinamente, generaría curiosidad en seres tan básicos como en un ser humano.
Todo animal suele seguir sus instintos y el peligro a lo desconocido no le genera ninguna inquietud. Pero el hombre puede estar ciego, notando la muerte a centímetros de distancia, y querer descubrir más.
Efectivamente, todos estaban dispuestos a proseguir con sus labores. Aún existía un trecho extenso de nieve que había que abrir para liberar los senderos transitables. No obstante, uno de ellos, el de latidos más rítmicos, sentía una mezcla de miedo y curiosidad. Por si fuera poco, él había descubierto al animal muerto y había sido quien alertara al resto de los hombres.
En su meticulosa mente creía haber advertido rastros entre la nieve y huellas. Casi con soberbia, exclamaba:
– No.... No se trata de un oso –
Y poco a poco se acercaba al cobertizo. Mis labios comenzaban a tensionarse ante la tentación.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? –
Preguntaba, acercándose a la densidad de la noche, adónde se hallaba mi escondite.
Una carcajada resonó a la distancia y uno de los trabajadores gritó:
– Lo que falta es que el oso comprenda lo que dices –
A tiempo, esquivé una esfera de luz que se abría paso por la noche. El curioso había traído, incluso, su linterna, para inspeccionar. Podía percibir su miedo en el límite más alto.
– N... Les digo que no es un oso –
Tartamudeaba el muchacho, a punto de adentrarse ciegamente hacia el cobertizo.
Y, aunque me ganara el estímulo, era consciente. Asesinar a este atraería a un panal de curiosos. Por lo tanto, tomé el Cristo redentor y, a costa de sentir como se me derretían los dedos, lo arrojé hacia fuera.
Entre sus botas, el muchacho advirtió el símbolo.
A poco pretendía arrodillarse para tomarlo, cuando un denso aroma, a carne quemada, le tomó por sorpresa.
Pudo alzar la vista y, apuntando su linterna, advirtió densas bocanadas de humo que se abrían paso desde lo más insondable.
– ¿Qu... Qué demonios es eso? –
El muchacho tomó el símbolo de madera y, de pronto su corazón comenzó a descender su bravura. Se internaba al galpón, dispuesto a saberlo todo, a medida apuntaba la luz hacia el origen de la humareda.