En pleno septiembre, el sol sobre la ciudad de San Justo era el único indicio de la primavera, porque no había flores tras las paredes de concreto y el asfalto caliente. Entre el ruido de bocinas, gritos y sirenas, Pablo cruzaba la avenida principal junto a otras diez personas, en la otra punta lo esperaba su pequeño amigo parado como un solado bajo un letrero de la calle. La gorra sucia apenas dejaba ver la cara del chico que tenía 13 años pero aparentaba 10, al juntarse se saludaron con un choque de puños apenas intercambiando palabras, debían ser rápidos con los negocios. Pablo le extendió una papeleta que el chico dobló con cuidado para luego regresar sobre sus pasos alejándose de la avenida, seguido de cerca por su cómplice de travesuras.
El niño dobló en una esquina acercándose a los autos estacionados, pidiendo y ofreciendo estampitas a todos, hasta que llegó al vehículo de la “misión” que estaba sin pasajeros, como era lo previsto. Colgó en la manija del chofer la papeleta asegurando que no se volara. Luego continúo tranquilamente pasando por otros autos con sus estampitas, recibiendo algunas monedas y algún que otro insulto hasta perderse en el tumulto de la ciudad, volviéndose invisible como lo eran muchos otros niños en su condición.
Pablo satisfecho con el trabajo se acercó hasta la calle del vehículo marcado. Se quedó rondando el lugar camuflado con una gorra de visera y ropa de albañil. Era invisible, como muchos en esa ciudad; esa era la idea. Casi una hora después divisó su objetivo hablando por teléfono y acercándose al auto mientras sostenía un maletín, el cual tuvo que poner entre sus piernas para poder abrir la puerta del lado del conductor. El hombre reparó de inmediato en la papeleta, donde estaba impreso un aviso de servicio de escort recién instalado en la ciudad, Pablo vio como lo guardaba antes de subir a su vehículo y salir. Se permitió una sonrisa de triunfo antes de continuar con su camino.
Se dedicó a caminar sin rumbo por casi dos horas, y estaba a punto de regresar a su casa cuando sintió su segundo celular vibrar dentro del bolsillo. Lo sacó para mirar el mensaje que acababa de entrar, era del hombre de la papeleta en el auto. Una sonrisa, que cualquiera describiría como encantadora le ilumino el rostro, “el pajero ni lo dudó”, pensó con malicia. Se puso de pie, caminando por la vereda con paso tranquilo mientras contestaba el mensaje, tenía por recorrer por lo menos tres cuadras antes de llegar a su propio vehículo.
Su segundo celular, el de ese día, pertenecía a una joven prostituta de Palermo, su foto de perfil fue todo lo que necesito para hacer caer a su compañero de trabajo. – El quilombo que se te viene encima hijo de puta – dijo en voz baja, acelerando el paso por la calle Pdte. Perón hasta llegar al restaurant de unos chinos, los cuales conoció hace cinco años cuando recién llegaron de su país. Les pidió el baño con su acostumbrada cortesía y una vez dentro se cambió de ropa para salir nuevamente a la calle, pero en dirección opuesta a la que había llegado, tenía una hora para presentarse en la iglesia del padre Alejo. Los dueños orientales no se sorprendieron al verlo salir de camisa, jean y mocasines, acostumbrados a las locuras de su amigo argentino.
Pablo era concejal* de La Matanza, el distrito feroz de Buenos Aires, y como no podía ser de otro modo era peronista. A sus 33 años llevaba una carrera política exitosa construida desde muy joven, militando en las calles y en los oscuros laberintos de las villas miserias de la mano de su amigo Alejo, el cual ahora era un sacerdote. Luego de que su amigo fuera llamado por la vocación de servicio se quedó solo, pero siempre rodeado de la gente correcta. Era una persona de muchos conocidos, el chico dorado de su ciudad natal, y las personas tenían la tendencia de adorarlo a penas lo conocían.
En la iglesia San miguel ubicada casi en la entrada de Villa Celina, uno de los tantos lugares marginados de La Matanza, el padre Alejo veía a Pablo entrar por la puerta principal del salón de misas cargando una caja llena de mercadería. Sabía perfectamente para quien era el regalo sin necesidad de que el otro hablara.
_ ¿Supongo que eso es para la familia de Martín?- lo encaró ahorrándose el saludo, poniéndose en frente de su camino para cortarle el paso al interior.
Pablo lo miró primero fingiendo que estaba ofendido, pero bajo la dura mirada de su amigo terminó por reír como un niño atrapado en una travesura _ ¿Podés saludar primero? Antes del tirón de orejas.
_ Hola Pablo. Quiero que no metas a Martín en tus cosas. – contestó el cura devolviéndole una sonrisa indulgente, tomando la caja para apoyarla sobre una de las largas bancas del lugar. – Un hombre de 33 años no puede ser amigo de un chico de 13, menos darle sobornos.
_ Es comida, les hace falta. Y si puedo ser su amigo, yo no soy el cura- se burló, sentándose junto a la caja tranquilo.
El sacerdote le dio una larga mirada de advertencia señalando con el dedo la puerta de salida, por si se le ocurría decir en voz alta otro chiste de mal gusto. Se conocían desde muy jóvenes y acostumbraban a bromear entre ellos como si todavía fueran chicos, aunque el humor negro de Pablo a veces enojaba al sacerdote. Era un fastidioso, pero al final del día era su amigo, y uno de los contribuyentes del lugar más comprometido y generoso.
Ambos se quedaron hasta tarde concentrados en una conversación, discusión para ser precisos, cuando una de las grandes puertas de la iglesia se abrió dejando entrar a una mujer. Instintivamente los dos varones detuvieron la charla para observarla por unos segundos, luego volvieron a su asunto pasando de ella como si estuvieran solos en el lugar. Era normal ver a los fieles entrar un rato y volver a salir, pero luego de varios minutos Pablo, sin poder explicar por qué volvió a buscarla con la mirada, encontrándola frente a la imagen de San Jorge ubicada en la pared izquierda del templo, entre la virgen de Luján y las puertas de las pequeñas salitas de confesión. Intentó no distraerse de la charla con su amigo, aunque no pudo evitar espiarla de reojo. Era nueva en el lugar, estaba seguro, nunca había visto su oscuro cabello largo, “no ese cabello”.