8
EL ERROR EN LA PIZARRA
–Está despertando.
–Bienvenido al grupo.
Desperté sobresaltado y asqueado. El olor a cadáver me mareaba, y ellos lo sabían. “No te preocupes, hermano. Ya te acostumbrarás”, me dijeron. No me agradaba que me llamaran hermano. Intenté levantarme con dificultad, pero nadie me tendió la mano. Imaginé que seguramente temían que si trataban de soportar mi peso, sus nervios se quebrarían.
–¿Qué está pasando?– me dije. Estaba aterrado. Frente a mí había al menos 20 muertos vivientes, convulsionándose y moviendo las mandíbulas amenazadoramente, pero estaban hablando y yo podía entender lo que decían.
–Estás muerto. Ahora eres uno de nosotros.
Toqué mi rostro. Sentí muchos bultos metálicos. No podía ser cierto… no podía serlo…
Busqué un espejo entre la multitud. Debía haber algún lugar donde pudiera ver mi rostro y descubrir lo que me habían hecho
–¿Estás bien?– me preguntó el cadáver con una voz dulce –Parece que aún no lo ENTIENDES.
La última palabra de esa oración la pronunció con una fuerza que me resultó familiar. Ya había escuchado esa voz antes.
Encontré un auto destruido, y acerqué mi cara al espejo lateral para verme. Ese ya no era mi rostro; mis ojos eran blancos y sin pupilas, mis labios ya no estaban y mis dientes amarillos cubrían casi toda mi cara, mi frente estaba desprendida y cosida con alambres de metal, como si me hubieran sacado el cerebro para meterlo en otro cuerpo. No, ¡ese no era mi cuerpo!
–Ahora estás condenado, igual que nosotros– dijo el muerto con esa voz que pude reconocer por fin: era la misma voz del otro sueño con el monstruo de la corona de espinas.
–No– le dije –Este no soy yo. No he muerto.
De repente toda la escena cambió como si se hubiera cambiado de canal. La misma voz de dragón siguió insistiendo en que me arrodillara, en medio de un valle desolado.
–Arrancaré tu cerebro de tu cabeza– rugió –Y lo colocaré en una máquina.
–No sé qué pasa en este mundo ni por qué suceden estas cosas tan extrañas– contesté –Pero lo que menos me asusta aquí eres tú.
–Así se habla– dijo una voz serena a mi lado. Sentado entre las piedras se encontraba un hombre.
–Déjame en paz– grité –No podrás engañarme.
–No era esa mi intención– contestó el hombre. Su rostro me provocaba una intensa confusión, pero me inspiraba confianza –Yo acabo de llegar, en serio.
Caí de rodillas al suelo. Estaba agitado, cansado y harto de estas alucinaciones. Quise preguntarle quién era, pero esos ojos y esa voz se me hacían familiares. Había estado con ese hombre antes, estaba seguro.
–Edward Finster. Fuiste bendecido con una gran sabiduría. El Padre no rehusó compartir contigo los secretos del tiempo y el espacio, algo que sencillamente envidio. ¿Y tú qué has hecho con ellos?
No entendía a ese hombre. ¿De qué hablaba? ¿Acaso él se refería a…?
–Ya lo entendiste. Antes de que todo comenzara buscabas obtener fama y riqueza utilizando los poderes del tiempo que te fueron otorgados. Ahora que no queda esperanza en la tierra en lo único que pensaste es en salvar a la humanidad.
Ahora entendía que se refería a mi máquina del tiempo.
–¿Lo lograré?– pregunté con pánico. El hombre guardó silencio.
–Lo que fue escrito no se puede evitar. Esto debe continuar hasta su cumplimiento, y no deberías tratar de evitarlos. No puedes jugar con el destino, Edward.
Reconocí esa voz y esa frase y me quedé frío. Era la misma que me había llamado por teléfono.
Cubrí mi rostro con mis manos. Ya no sentía nada metálico. Sentí los rasgos de mi propio rostro, y mordí mis labios con gratitud.
Miré al hombre nuevamente, tratando de recordar quién era. Su rostro me era familiar, pero a la vez se veía completamente diferente. Su vestimenta blanca no ayudaba. Me hablaba de un Padre. ¿Se refería a Dios? ¿Era alguna clase de predicador? No, estaba seguro de haber visto a ese hombre en una oficina, usando un saco y una corbata, justo como yo el día que había llegado a Inovax. Su voz me tranquilizaba, me motivaba, era como si estuviera hablando con mi propio padre, o con un profesor que confiaba en mí al cien por ciento…
–Has demostrado valor al intentar advertir a la humanidad del juicio, pero la gente no escuchó a Noé cuando por años anunció un diluvio, y no va a escucharte a ti. Ahora te preguntaré, ¿Quieres estar dentro del arca, o perecer como los demás?
¿Juicio? Fue la primera pregunta que me vino a la mente. El sujeto que estaba frente a mí parecía tener respuestas, pero luego recordé que se trataba de una alucinación. Decidí dejarme llevar a ver a dónde quería llegar mi subconsciente con todo esto.
–¿Qué tengo que hacer?– pregunté extasiado.
–Por ahora, solamente lo que tu corazón desea. Él sabe si harás lo correcto o no.
–Lo que más deseo…– repetí.