El hombre que irradió putrefacción

El hombre que irradió putrefacción


 Mi nombre es Anselmo Padilla, tengo veintisiete años, hoy he vuelto a mi pueblo natal, Centralia, aquí no está como lo recuerdo, no sé por qué, pero de niño lo recordaba como un pueblo alegre y bonito para vivir, se me hace raro que tanto haya cambiado desde que me fui, pareciese que estaba siendo parte del efecto Mandela al volver a ver mi pueblo que no era como lo recordaba, estaba igual que la cara de una persona fumadora de tan solo treinta años, demacrada, acabada, sin brillo, pero no es el caso, volví para investigar algo, aquí viví con mi abuelo, Mario Padilla. 


  Me críe con él porque mi papá nos abandonó a mí y a mi mamá, luego mamá hizo lo mismo, y mi abuela murió antes de conocerla, asique toda la vida fuimos solo él y yo, él también murió, cuando acababa de cumplir dieciocho, y decidí mudarme de aquí, empaqué toda la casa y dejé todas las pertenencias que no usaría aseguradas en cajas,  la mayoría o de hecho todo, era mi abuelo, hurgando un poco nuestra vieja casa encontré lo que buscaba, un antiquísimo libro con hojas en blanco rellenado de cuentos que mi abuelo me regaló cuando de niño le conté que quería ser escritor, pero casi en las últimas páginas está lo que me interesa, todos mis cuentos los escribí de sueños o de historias que él me contaba, porque vaya que le gustaba hacerlo, y todos eran cuentos felices y alegres, pero una vez me contó la historia que más me dejó pensando, solo eso, “pensando”, hasta hace un mes cuando recordé esta historia por algo que me está pasando, y me dejó atónito. 


  Aquí la tengo en mis manos, esta historia tan escabrosa para mí, la escribí en primera persona desde la perspectiva de mi abuelo y dice así: 


  Yo vivo feliz en este mi pueblo querido, y nunca creí en lo escabroso hasta que me tocó no solo presenciarlo, sino también, estar cerca de quien lo padeció, mucho antes de conocer a mi esposa que en paz descanse, vivía solo, y tenía amigos como todos, uno en especial, no solo porque era mi mejor amigo, Vicente Cortejo. Él era un hombre normal, dedicado a labrar la tierra cuando Centralia no era tan moderna y ese era la fuente principal de ingresos, solíamos tomar en el porche de mi casa mientras veíamos pasar los autos por la carretera que se pierde en el bosque hacia las colinas, él era un tipo normal, pero de la nada venía cambiando, su cara se iba arrugando y cada día tenía ojeras más notables, una noche cuando estábamos en el porche, casi anocheciendo decidí preguntarle, y me contó, lo que le pasaba. 


–Amigo mío. Algo está pasándome -me dijo preocupado. 


–Lo he notado Vicente, por favor dime qué pasa, sabes que soy tu amigo y para cualquier cosa estoy, si tienes problemas de dine… 


–No, -me interrumpió-, no es nada de eso, algo me está pasando a mí, a mi espíritu, a mi alma, a mi ser, al principio creí que era mi casa, pero no fue así porque todo continuaba igual la vez que salí del pueblo. 


– ¿A qué te refieres?, ¿Qué te sucede?, cuéntame qué te está pasando… 


–Todo comenzó hace dos meses -empezó a relatar con las manos cruzadas y balanceándose atrás y adelante-, me desperté adolorido, mi cuello me mataba, pensé que era mi cama, no encontré indicios pues no estaba curvada ni aplastada, aun así la cambié, por una nueva que tenía guardada la cual jamás use por ser más pequeña que el armazón de la cama, pero todo continuó, luego era mi espalda y cuello, tomaba agua, de mi  cántaro, del pozo de mi casa, incluso la compraba, pero toda agua me sabía igual, igual como si algún pequeño animal como una rana murió dentro del agua, luego mi comida… no importa que cocine, toda comida preparada tenía el mismo sabor amargo, como de muerto, cuando viajé a la casa de mi familia les pregunté, “Acaso no sienten algún mal sabor familia”, pero no, me contestaron, de donde tomaba, de donde comía, no importa si yo no cocinaba, no importa si yo no extraía el agua, me sabía mal, todo me sabía mal, la briza fresca me rozaba caliente, las noches parecen días porque el sueño no me toma, voy a asearme la boca y el mismo sabor en la pasta dental, sudo cuando hace frío mientras que el calor me abraza a menos un grado, mi jardín y hortalizas murieron y mi casa se agrieta esquina por esquina, amigo mío algo me esta pasado, siento que me pudro por dentro y esa putrefacción la llevo a donde vaya, no está en mi casa, está en mí, y no puedo quitármela. 


–Eso fue lo que él me relató, luego de eso intenté ayudarlo como sea claro, buscamos todo tipo de agua y comida, de todos los lugares, nada era diferente, lo traje a mi casa y las paredes se comenzaban a corromper como relámpagos su forma, y cada mañana había un poco de polvo y diminutos pedazos de la pared en el suelo, mi amigo… como lo extraño, días después de traerlo decidió volver a su casa para no arruinar la mía al ver que todo seguía igual, murió un mes después, se suicidó dijeron, se había vuelto loco decían, pero no era así, porque yo viví con él sus problemas y sé que al final eran tan reales como lo decía, pero nadie le creyó, en  su funeral yo fui uno de los que cargó su ataúd junto con su familia y amigos, el cajón tuvo que sellarse antes del velorio porque el olor que irradiaba era atroz, no había flor cerca que duraba, se marchitaban tanto que parecían aplastadas con un martillo, y no en más de dos horas. 


  Cuando lo cargamos, entre cuatro, uno por cada agarradera que tenía el cajón, a un amigo nuestro que era uno de los que también cargaba el ataúd se le rompió la agarradera, se resbaló y cayó al suelo, el cajón casi se cae pero reaccionamos rápido y pudimos salvarlo, pero se agrietó la madera y por los pequeños agujeros donde iba atornillado la agarradera salía el olor de mil demonios, era tan fuerte que todos se alejaron un poco y nosotros tuvimos que aguantarnos la respiración, no era difícil, lo difícil era que cada que inhalábamos una bocanada de aire, entraba en nosotros el olor a muerto, cuando al fin fue enterrado, su familia tenía planeado construirle un pequeño altar encima, al mes fui a visitarlo y me sorprendí, cuando vi que la cruz de madera que estaba ahí, estaba rota, podrida, y no había yuyo que creciera dos metros alrededor de la tumba, estaba como si lo hubieran enterrado el día anterior, cuando construyeron el pequeño altar, ésta también se rompió, se quebró y el vidrio de la ventanita se fragmentó, le culparon al albañil responsable, asique contrataron otro más experimentado, pero lo mismo, al poco tiempo terminó por derrumbarse también, y hasta el día de hoy él sigue ahí, ni una sola planta crece sobre su tumba, los escombros fueron retirados y solo se le colocó una cruz, esta vez de metal que terminó por oxidarse como si llevara años ahí, y sí, lleva años ahí pero la cruz se oxidó tanto en solo un mes después de ser colocada, su historia sería conocida por toda Centralia por los escritos que dejó en su casa, que contaban todo lo que me había dicho aquella vez en el porche, y así, Vicente fue conocido como “El hombre que irradió putrefacción”  


  Y ese fue el relato que escribí según lo que mi abuelo me contó, antes creía que lo había inventado, pero esa tumba existe en el viejo cementerio, tan limpia de yuyos que parece recién enterrado, y es por eso que volví, a ver quién sabe más de esto, porque hace un mes que no duermo y cuando logro hacerlo despierto adolorido, y todo lo que tomo y como me sabe mal…. como si algo se pudrió dentro mío. 
 



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En el texto hay: una historia corta para pensar

Editado: 20.09.2021

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