El Jardín Del Pecado

Donde mi nombre te abriga

La lluvia amaneció en silencio, como si el cielo hubiera decidido llorar sin molestar. La mansión olía a pan y hierro, a sábanas tibias y promesas. Ariadna abrió los ojos con el pulso acompasado al del jardín tres y tres, pausa y lo primero que vio fue a Lucien sentado junto a la ventana, de espaldas, inmóvil, el perfil tallado por un rayo pálido. No miraba nada; se contenía.

—Estoy aquí —susurró ella, apenas un soplo.

Él no se volvió de inmediato. Cuando lo hizo, sus ojos tenían ese oro enfermo que anuncia a la Bestia asomando tras la piel. No había ira; había control. La forma más peligrosa de la furia. Ariadna se incorporó. No quiso tacto de enferma ni gesto pequeño; lo abrazó por la espalda, rodeándole la cintura con ambos brazos, la mejilla en sus omóplatos tensos. Su ternura no era un acto: era casa.

—No volverá —dijo él, al fin—. Élise no volverá.

—Lo sé —respondió ella, y la certeza le abrigó la voz—. Gracias por dejarla ir conmigo.

Lucien cerró los ojos un segundo. El músculo bajo la piel tembló como un caballo que acepta la rienda. La Bestia retrocedió medio paso. A veces el amor no vence: aplaza.

—Quiero encontrar a quien te apuntó —dijo él, ya frío, peligroso en su precisión — No por venganza. Por orden.

Ariadna sonrió sin dureza.

—Encuéntralo. Pero vuelve a mí después.

La frase le ancló el alma. Vuelve a mí. El único mandato que no le pesaba. El médico habló de milagro. Los criados, de señal. El mayordomo sirvió café con manos temblorosas. Nadie sabría decir si lo que protegía la casa era Dios o algo peor. Ariadna no discutió con nadie: caminó descalza por el corredor claro y dejó que la luz le sequera la culpa. No quería ser fuerte; quería ser suave y permanente. El mundo había tenido suficientes mujeres duras. Ella eligió ser abrigo.

Cuando lo encontró en la biblioteca, Lucien estaba leyendo con los dientes apretados. Sobre la mesa, una bala encajada en un pañuelo: oro en la punta. Y un sobre sellado con cera: un ojo entre espinas.

—El Círculo Dorado —dijo, sin teatralidad.

—No me perderás por ellos —contestó ella.

—Te perderé por mí si no me sostienes —confesó él.

Ariadna apoyó su mano sobre la suya. La cicatriz de espina en ambas palmas repicó como un metal fino. No hizo discursos.

—Te sostengo.

La Bestia, detrás del esternón de Lucien, bajó la cabeza. No domesticada: reconocida. Puso a moverse la casa como una máquina antigua que él conociera desde niño. Mensajeros al puerto. Monedas discretas en bolsillos adecuados. Dos nombres volvieron siempre con la lluvia: el Archivista y el Custodio. Uno registraba lo que debía olvidarse; el otro ponía precio a lo que no tenía precio.

—Iré —dijo Lucien.

—Vamos —lo corrigió Ariadna, sin subir la voz.

Él la miró como se mira un vaso de agua cuando uno ha bebido veneno.

—Puedes quedarte a salvo.

—Mi lugar seguro eres tú. —Y sonrió de un modo que ninguna ciudad entiende.

El Hilo Doblado, taberna pegada al muelle, olía a carbón, resina y hombros cansados. Nadie preguntó sus nombres; los nombres se averiguan por el perfume. Lucien llevaba su hombro de noble y su sombra de animal. Ariadna, un vestido gris con hilo blanco: ternura declarada. El posadero negó hasta que vio el sello de espina en la mesa. Entonces habló como hablan los hombres a los que ya los compraron una vez:

—La bala se pagó en la Feria de los Ojos. No por un hombre: por varios. Subasta. El Archivista anotó. El Custodio cobró. “Que el jardín tome lo que quede, y lo demás lo tome la ciudad.” Eso dijeron.

Lucien asintió con la calma que precede a la tormenta buena. Ariadna percibió el giro: él podría volverse hielo; ella, calor. No para ablandarlo, sino para que el metal no se quiebre. En el umbral, un hombre delgado, sin máscara, los observaba como si leyera un libro. Se acercó con una cortesía que insultaba.

—El Custodio —presentó, sin esperar invitación—. Vendo condiciones.

—Yo compro futuro —replicó Lucien.

El Custodio sonrió de lado.

—El futuro se paga con nombre. Y el vuestro… ya está hipotecado.

Ariadna interrumpió con dulzura, esa que es navaja envuelta en lino:

—Entonces traiga la cuenta y el tintero. Yo firmo con tiempo.

El Custodio la miró con un respeto que no se compra.

—Qué peligro —dijo en voz baja—. Amor paciente.

La investigación les devolvió, además de callejones y siglas, una verdad íntima: el Círculo no quería su muerte; quería su historia. Abrir el jardín al mercado. Exhibir las reliquias vivas. Convertir la maldición en espectáculo.

—No te mataron —resumió Lucien— Te tasaron.

Ariadna le tomó la cara entre las manos, con los pulgares en sus pómulos como dos juramentos.

—No soy mercancía. —Lo dijo para él, no para el mundo.

Lucien cerró los ojos. Ahí era invencible. Esa noche llovió con paciencia. En la galería de los espejos, Ariadna lo esperó sin armas. No había fuego en la chimenea: había latidos. Cuando él llegó, la Bestia venía despierta. Brillaba el dorado en los ojos como una marea levantándose.

—No te acerques —advirtió, por cuidarla.

Ella dio un paso.

—Acércate tú —corrigió, por salvarlo.

Lucien obedeció. El primer roce fue una disculpa sin culpa; el segundo, un pacto. No había prisa. Había reconocimiento. La Bestia respiró hondo… y contuvo. No por vergüenza: por amor. El deseo los tomó como toma el mar a una roca —no para romper, sino para dar forma. Él la sostuvo por la cintura con manos que sabían conservar, y donde otros habrían querido arder, él quiso pertenecer.




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