El juego del amor

Capítulo II

Theodoric. Será el último duque de Exeter, porque no pensaba contraer matrimonio y tener descendencia. No lo hará. Nunca. El título de Exeter terminará con él. No iba a dejar que siga prosiguiendo la suciedad de la familia Exeter. Hipócritas y dobles moralistas. Ante el público, eran perfectos, sin un gramo de escándalos, cuando, en realidad, eran una escoria pervertida con tanta morbosidad en sus corazones.

 

Su padre era el ser más abominable. Él había sido la causa principal de la destrucción de su madre. Por su culpa, murió dejándolo solo con un monstruo.

 

Su infancia sin su madre, sin su padrastro (aunque lo consideraba como un verdadero padre) y sin su pequeña hermana. Todos murieron, dejándolo solo con este monstruo.

 

Golpes tras golpes. Insultos tras insultos. Cicatrices por todo su cuerpo. Quemaduras de porros en cada rincón de su piel. Así fue su infancia hasta la edad de quince años. Diez años de torturas e insultos. Sin una pizca de cariño y amor.

 

Cuando la frialdad de su corazón, tan vacío, lo envolvía en plena noche, Theodoric recordaba el rostro de su familia. Tan felices. Ahora estaba solo, con la oscuridad, llevándolo a la locura máxima. Escondía su rostro entre sus muslos y derramaba lágrimas. No importaba el hecho de que ya no era más ese niño indefenso, y que ahora era todo un adulto. No había nadie que pudiese hacerle daño. Ya no.

 

No importaba nada de eso porque seguía siendo ese niño donde nadie lo había protegido de las crueles garras de la vida. Ese mismo que en un instante su inocencia se derrumbó como las cartas.
 

Vendería su alma al diablo con tal de tenerlos de vuelta, a su lado. 
 

Contempló su rostro en el espejo enorme del salón principal. Sus ojos eran verdes marinos. Un recuerdo de formar parte de Lombardi. Una familia que le había cerrado las puertas cuando se escapó una vez de los enfurecidos maltratos de su padre. Por la simple razón de ser tan parecido a Justinian. Aun así, no los culpaba por ese rechazo. Seguro que verle vivo, el único sobreviviente de esa tragedia, sería demasiado doloroso para ellos. Recordarán que su madre había muerto aún estando en flor de juventud.

 

Detestaba a su padre tanto como parecerse a él. Al menos, físicamente. Porque jamás será como él. Se lo había prometido a su madre. Y nunca defraudará esa promesa hecha en su lecho de muerte.
 

Theodoric quitó los guantes blancos de seda, y los tiró en la chimenea. Observó cómo se quemaban con lentitud mientras tomaba un asiento en el sofá, cruzándose de piernas.

 

Eran su par de guantes favoritos. Pero sus dedos enguantados tocaron el pelo de una prostituta cuando quiso quitarle una pequeña musaraña como una simple muestra de caballerosidad.


Furcia o no, todas las mujeres merecían ser respetadas y tratadas con cortesía.

 

Eso es lo que habría querido su madre.
 

Aun así, le disgustaba estar en contacto con seres humanos.

 

Una parte de él había dejado de buscar esa calidez, ese calor que podrías hallar en los brazos de algún humano.

 

Y la otra parte, la anhelaba con firmeza. Curar la terrible soledad de su alma. Encontrar la persona que pueda transmitirle paz y calor.

 

Era todo un caos en su interior, sin saber lo que realmente deseaba.

 

Con la camiseta de lino desabrochada, todo su torso era la prueba de que solo había venido al mundo para ser un títere de su progenitor. Uno para que las costumbres enfermizas de los Exeter seguían existiendo.

 

Theodoric jamás dejará que esa basura como progenitor gane la partida. Solo con imaginar su rostro lleno de decepción por ensuciar la reputación de los Exeter, se ponía tan feliz.

 

Por eso, siempre estaba en prostíbulos. Salía con prostitutas por toda la ciudad, sin importarle las miradas juzgadoras de la alta sociedad londinense.  Porque era eso justo lo que quería. Llevar el apellido Exeter a la deshonra social. Y a su padre al infierno.

 

A las tantas de la madrugada, siempre volvía a la finca de Londres con bailarinas exóticas en sus brazos. Todas ellas llevaban esos típicos vestidos árabes de danza de vientre, mostrando sus perfectos ombligos.

 

Estaba en la cama con el camisón entreabierto, mientras las diversas mujeres tan bellas como sensuales estaban sobre él, acariciándolo. No sentía nada. Ni una pizca de placer. Vacío. Así era su triste vida.

 

De repente, la puerta se abrió de golpe, apareciendo el debilucho cuerpo de Justinian. A pesar de tener casi cincuenta años, seguía teniendo esa belleza aristócrata, tan déspota y cruel. Nada comparada con la ternura y carisma de Fabricio. Oh, lo extrañaba tanto.

 

Se puso de pie en un instante, sonriendo con falsa inocencia.
 

El rostro enfurecido de Justinian le daba tanta vida. Si fuese un gato, Theodoric tendría más de doce vidas.
 

—No eres más que una deshonra familiar. ¡No mereces ser el duque de Exeter!

 

Theodoric se encogió de hombros, sin preocuparse por las palabras envenenadas de Justinian. Mientras tanto, Justinian estaba ladrando de rabia como un perro rabioso. La comparación le hizo soltar varias carcajadas.

 

Eso había enfurecido más al viejo cascarrabias.

 

—¡Vas a llevarme abajo tierra un día de estos!

 

—Ojalá. Así te pudras como la rata que eres.

 

Cuando lo abofeteó hasta dejar su pómulo rojo, no sintió dolor. De tantas palizas, el dolor se volvía parte de tu ser.

 

En la mesa, vio la invitación de la fiesta de los Edevane. Todos los años la celebraban en Castle Combe.
 

Aborrecía las fiestas, el descontrol de las habladurías y la gente pegándose a él como las abejas con la miel.

 

Aun así, decidió no rechazar la invitación. Londres ya había dejado de proporcionarle esa diversión tan efímera y poca duradera, cuando el antiguo duque murió por un ataque cardíaco. Saboreó el amargo sabor del fuerte whisky escocés. El cambio de aires le vendría bien. El campo siempre le había gustado. Tal vez porque le recordaba estos tiempos llenos de momentos felices junto con su familia en España.




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