El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

5. Jor IV

La Protectora de la Grieta

Palpaba el suelo, quizás servía de algo en aquellas inmensa oscuridad. No podía levantarme.

—Que haces aquí —escuché una voz femenina— tienes muy poco poder para estar en una tierra como esta, aun así noto algo extraño en ti. ¿Quién eres?

Trate de pronunciar una palabra, pero me mandíbula se negaba a responderme.

—Te acostumbrarás.

—¿C-co-omo p-pue-e-des vivir a-aquí? —tartamudeé, con mucho esfuerzo se me entendió.

—Soy la Protectora, el Guardián mismo me nombró mientras él se iba.

—¿Eres una Diosa? —dije con más naturalidad, la mandíbula ya se había acostumbrado.

—Si y tú eres un Inmortal, eso es lo que sentía familiar en ti.

—Habías dicho algo extraño, no familiar.

—Es que tu esencia es similar a la del Guardián.

—Quisiera saber que es un Inmortal —dije tratando de ponerme de pie, un desequilibrio inmenso invadió mi cuerpo y caí hacia adelante, fue mucha mi suerte que llegué a colocar mis manos al frente.

El lugar era tan oscuro que podría pensar que estaba en una caída libre. Entonces se acercó la mujer con la que había estado hablando, emitía una ligera luz blanca y parecía flotar, pero cada paso que daba describía ondas en el suelo del lugar, como si estuviera mojado.

—Un Inmortal, Jor, es aquel que nunca va a morir. Si te atraviesan una espada, no vas a morir; si te envenenan, ni vas a sentir el veneno; si tratas de suicidarte, tu propia naturaleza te lo va a impedir.

—Parece una maldición.

—Depende de tu punto de vista.

—¿Y que es este lugar?

—Este lugar, Jor, es la Grieta. El hogar del Guardián, el final de todos los mundos, el hogar de las mil criaturas, el hogar de la muerte, del Inframundo y de las almas perdidas. El Salón del Poder, el origen de héroes y del bien y el mal. La luz y la oscuridad.

—¿Y qué hago aquí?

—Es mi pregunta también y durante esta charla he podido crear una respuesta. Eres un Inmortal, por cada minuto mortal pasa un año, pero tú no estás sufriendo el cambio, eres una excepción extraña, además los que son como tú, es decir los Inmortales quedan en un trance después de una muerte rápida, sueñan y luego despiertan. Y te toca despertar.

—¿Quién eres?

—Una de las pocas en la que todavía los muertos tienen fe, una de las que no ha caído en el sueño eterno —se arrodilló y clavó una lanza que apareció en el medio de la oscuridad— mi nombre es Protectaria, Diosa de la protección de las tierras de los muertos, de la sabiduría y Protectora de la Grieta. Adiós mortal, te llama el deber.

Dos luces aparecieron al frente mío, causaron que dejara de ver a la mujer que había estado hablando conmigo hace apenas unos momentos y pronto bañaron toda la Grieta. Había desaparecido por completo el lugar y todo se nubló nuevamente, como si acabara de quedarme dormido.

¿Cuál era la realidad? Ya no estaba seguro.

***

Miré a los alrededores, estaba en una cama de plumas cubierta de mantas, al lado izquierdo de mí había una pequeña mesa con una cubeta de agua, en ella estaba colgado un paño. Arriba mío había otra cama, sostenida por cuatro troncos que surgían de la mía.

Al mismo lado había un rostro conocido, era Edd, un muchacho de unos años mayor que yo, su familia era poseedora de unos campos al sur, sus padres eran amigos de mi madre y de Jod, pero vivían tan lejos que el contacto fue perdiéndose poco a poco.

Al parecer tuvieron mala suerte de venir por estos días a la ciudad.

—Edd —dije en voz baja, susurrando— Edd —el chico guriano abrió los oscuros ojos, no tenía alas al igual que yo.

—Jor —dijo susurrando de la misma manera, estaba sorprendido— despertaste, ha pasado casi un mes desde que te trajeron, la mayoría ya se está recuperando y creo que hoy van a empezar a hacernos trabajar. Te he estado cuidando todo este tiempo para que no te mueras, tus fiebres eran altísimas, hervías.

—Es curioso, el Sabio había dicho que me iba a morir por la Fiebre Fría, prefería estar así.

«Pero no puedes, eres un inmortal».

Recosté mi cabeza nuevamente en la almohada, todos dormían y varios se movían en sus camas, quejándose por el dolor. Miré la gran carpa y me avergoncé de la mía, esta era más de diez veces más grande, el techo era amplio y se sostenía con cordones de metal, además habían estructuras de madera que la anchaban, donde tranquilamente podría sentarse o trepar uno de los invasores.

No pasó mucho y entraron a la tienda varios de los invasores, casi una veintena. Todos eran de cuerpo musculoso y de hombre, excepto que tenían todo este cubierto de pelo, la cabeza era de tigre, o de puma, gato o guepardos.

El pelaje de la mayoría era negro, marrón, café, cobrizo y muy pocos en un gris claro.




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