El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

16. Maego I

Espejo

Tambores sonaban.

No paraban, era un horrible compás.

—¡¡Paren!! —grité de rodillas en el desierto, mis quemaduras ardían con cada golpe en el bombo.

Me obligaban a quedar de rodillas y ocasionaban en mi cuerpo comezón y calor. Poco a poco fui retirando las prendas que cubrían mi cuerpo, las telas que me protegían del sol abrasador ya no tenían sentido con ese calor. Pero no quité las de mi rostro.

Me daba igual que me quemara.

Me tiré al suelo y este era extrañamente frío, aunque todo estuviera extremadamente caliente, respiraba con dificultad mientras hombres y gurianos pasaban a mi costado sin inmutarse.

Rasgué la arena que estaba seca bajo mis manos y la eché por mi cuerpo, pero esta se calentaba. Los tambores seguían y un sofoco me atormentaba, pensaba que iba a morir y poco a poco las imágenes de mi propia vida atormentaban mi cabeza, acompañadas de dolor.

No sabría decir cuánto tiempo estuve en el suelo rasposo y pegajoso del desierto, solo que estuve mirando al cielo, escuchando el ritmo que los tambores marcaban y como no cesaban.

Mi piel fue secándose al igual que mis labios y poco a poco mi respiración se dificultaba. Parpadeé y los ojos empezaron a arder, apreté los párpados y cuando los abro un grupo de moscas empezaba a rodearme, miré hacia al cielo cerrando los labios y apretándolos con fuerza.

Las rapaces veraniegas rodeaban mi cuerpo esperando mi muerte, una bajó y se acercó lentamente a mi cuerpo, entonces un golpe del tambor me hizo gritar.

Espantando al ave.

—Creo que tú quieres matarme —grité a la montaña de dónde venía el constante ritmo.

Muchas nubes se cernían a un pico alto, estaba seguro que se trataba de Volcano, pero con tanto dolor no podía enfocar ni uno de mis sentidos.

Giré sobre mí y termine en posición fetal, tenía calor, pero escalofríos recorrían a lo largo y ancho de todo mi cuerpo, la cabeza me dolía como si depositarán mucho peso en ella, me hacían recordar a los días que había servido en la esclavitud, yendo de un lado a otro.

Cerré los ojos queriendo morir y los tambores golpearon fuerte nuevamente.

—¡Eres receloso, ¿no maldito?! —grité a la montaña y me incorporé rápidamente para correr hacia ella.

Pero los tambores sonaron con más fuerza y caí de rodillas nuevamente al suelo. Se rasparon y ardieron, más cuando la sangre empezó a salir y a combinarse con la arena.

—¿Por qué? —dije en voz baja, apreté los ojos y fue cuando sentí que alguien me jalaba del cuello.

—Levántate, elfo —escuché de un hombre.

—Yo no soy un elfo —dije casi como un pensamiento, un pequeño tartamudeo que nadie entendería.

—No debiste ir tan al sur, el clima aquí no es cariñoso.

Sentí como cargaban mi cuerpo y lo colocaban en una superficie lisa y de madera, el olor era agradable y por un momento los tambores dejaron de sonar.

***

El llanto de un bebé me ensordecía.

Abrí los ojos.

«¿Qué sucede?». No les bastaba con hacerme doler con cosas de mi cerebro, o es que acaso mi propia conciencia quiere acabar conmigo.

Todo está oscuro, excepto una pequeña luz, unas mantas desordenadas y desparramadas en el suelo. Voy a trote ligero y allí hay un espejo, en el hay un bebé que está llorando, sus ojos son amarillos como los míos, muchos dirían que dorados, su escaso cabello es de un rubio hermoso, como el de... Helena.

Pronto la escena se trastorna, aparece un niño de unos diez años, tiene cara de buscar problema, el ceño se le marca con malicia y lo frunce todo el tiempo, su cabello es rubio como largo y sus ojos amarillos al igual que el bebé, pero cambia nuevamente.

Se trata ahora de un joven con las mismas características, pero ahora su ceño está relajado, sus ojos amarillos inspiran una tranquilidad algo sospechosa y el cabello rubio está corto.

El muchacho mira al espejo y sus ojos se abren ligeramente, levanta las cejas y noto que sus pupilas se contraen.

—¿Papá? —pronunció.

—No —dije retrocediendo bruscamente— no, no, no. No puede ser.

—¿Papá? —pronunció nuevamente, ahora preguntando por qué había desaparecido— ¿Papá dónde estás? ¿Por qué dejaste a mamá?

—¿No puedo ser tu padre? —dije agarrando mi frente.

Estaba asustado, tenía miedo de haber tenido un hijo. ¿Qué pensaría de mí? Pero ella sabe porque me fui.

—¡Papá! —gritó con odio— ¡Acércate!

Fui temblando hacia el espejo y vi la sonrisa malévola en el rostro del muchacho, cuando su rostro empezó a derretirse, un choque dio a mi corazón y me aparté lo más rápido que pude del espejo.

—Ven —escuché una voz gutural y los tambores empezaron a sonar nuevamente.

Fui hacia el espejo por inercia y encontré un hombre con una máscara negra, de los ojos surgían dos destellos de luz roja, entonces hablo nuevamente.




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