Ariel tocó mi pulsera, antes de que pudiera observar dónde estábamos. Sí, ahí, justo donde estaba grabado el número quinientos.
Era muy pequeñita. Vestía unos pantalones de algodón y una campera rompevientos. Mis padres me sostenían de ambas manos mientras cruzábamos la calzada, la cual estaba decorada de charcos y hojas amarillentas.
—¿Sabés por qué te llamamos Abril? —Mariana me pasó la mano por el cabello. Noté que estaba usando un abrigo de color blanco.
Ese color de mierda.
Negué con la cabeza, mirando hacia arriba. Ellos me parecían muy altos en ese entonces.
—Porque mi estación preferida es el otoño. Abril es mi mes favorito del año ¡El clima es tan agradable!
—A mí también me gusta el otoño —intervino mi padre—. ¿Y a vos, Abril? ¿Qué estación te gusta?
—Cuando aparecen las flores —comenté, con una pronunciación algo defectuosa.
—La primavera —explicó mi padre.
Sonreí. Eso había querido decir.
El recuerdo feliz me dolió como si fuera una puñalada.
Pronto, la imagen cambió.
Estaba escondida detrás del sofá del living, escuchando furtivamente una conversación acalorada de adultos.
—Francisco ¿Vos no entendés la gravedad de la situación? ¡La casa está hipotecada!
Mariana llevaba un pantalón blanco y una camisa del mismo color. Tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba discutiendo con mi papá justo al lado de la mesa ratona.
—No tenés por qué irte —insistió, alzando la voz—. ¡No tenés por qué dejarnos! ¡Podemos buscarle la vuelta!
—No —negó con la cabeza—. Venderé mi cuerpo al mejor postor y pagaré las deudas. Debo responsabilizarme de mis propios actos.
—Mari… —él intentó acercarse, pero ella se apartó—. ¿Cómo vas a hacer algo así? ¿Cómo vas a vender tu cuerpo…?
—Hice muchas cosas malas con este cuerpo, entre ellas, emborracharme y drogarme ¿Qué podría ser peor? —ladró—. ¿Sabés a cuántos tipos les debo plata? Hay gente peligrosa buscándome. Necesito desaparecer mientras “me vendo” para ahorrar lo más que pueda. Soy una sobreviviente. Sobreviviré a esto, y volveré por ustedes. Eventualmente, me lo agradecerás.
—No te vayas —él se puso de rodillas. Quedó a la altura de la mesa ratona de vidrio—. Por favor, te necesito para criar a Abril. Te necesito porque te amo… Sé que sos una sobreviviente. Sé que has tenido una vida difícil, pero siempre saliste adelante… podemos resolver los problemas, juntos…
—No —ella retrocedió, tambaleante—. No lo entendés. Si me quedo con ustedes… podrían lastimarlos.
Y en ese momento, tomó un bolso y se marchó.
Para siempre.
La imagen volvió a cambiar.
Mariana había llegado a un lugar súper tecnológico, lleno de computadoras, gente vestida de blanco y muchísimas, pero muchísimas salas.
Lo que más le llamó la atención, era lo que había en el centro de aquella edificación.
Se trataba de una especie de caja sellada, que tenía una puerta dorada en medio de esta. Por la hendija de la cerradura, salían luces de varios colores. Se oían sonidos extraños provenientes de allí.
—¿Qué es eso?
—Te lo explicaremos pronto —aseguró una voz masculina—. Mientras tanto, deberías empezar por trabajar en el laboratorio. Recordá que debés hacer todo lo que nosotros te digamos para pagar tu deuda.
—De acuerdo.
—Recordá tu contrato.
—De acuerdo.
—Recordá que tenés un chip en la nuca.
—Lo recuerdo.
—Recordá que, a partir de hoy, formás parte de una lista de espera.
—¿Qué?
—Pronto lo sabrás.
—Abril.
La voz de Ariel me trajo de vuelta a la realidad.
Estaba de rodillas, mirando hacia abajo. Él me había tomado de los hombros.
Dios mío, me sentía destrozada. Las visiones me dolían. Me dolía que mi mamá hubiera escogido este camino para pagar sus deudas. Pero más me dolía haber perdido a mis amigos Ayudantes.
Había perdido dos vínculos genuinos.
La angustia me destrozaba el corazón. Me temblaba el cuerpo y tenía un nudo en la garganta.
Sin embargo, me puse de pie. No podía perder tiempo: Ariel me necesitaba… y yo a él. Debía acabar con esto.