Un calor punzante brotaba desde el centro de mi pecho, expandiéndose en olas de agonizante dolor cada segundo. Respiraba entrecortado, jadeos que se ahogaban en un burbujeo de sangre que amenazaba con ahogarme. Un sabor metálico llenaba mi boca, nauseabundo y acre, confirmando la terrible realidad: me estaba muriendo.
El pánico se apoderó de mí, un terror visceral ante la idea de morir. Después de tanto esfuerzo por liberarme de aquellos hilos… Notaba la sangre brotando sin cesar, resbalando por mi pecho. Tenía la cabeza embotellada, luchando por comprender qué había pasado. Todo era un borrón.
Era incapaz de moverme. Cada movimiento intensificaba el dolor, una tortura sin fin que se irradiaba por todo el cuerpo, debilitando mis brazos, nublando mi vista. La impotencia se apoderó de cada fibra de mi ser, mientras mi sangre manaba en un río carmesí.
En aquel eterno momento de quietud, solo quedaba hueco para la agonía. La consciencia se me escapaba mientras comprendía la terrible certeza de la muerte que se aproximaba. Mi mente se recreó en mis últimos momentos: había sido de nuevo feliz. Padre estaba con nosotros de nuevo y todos éramos felices en casa como antes. Se me escapó una sonrisa ante ese recuerdo. Un buen último recuerdo.
Un último pensamiento fugaz, una súplica desesperada por escapar del inevitable final.
—Madre… Aish… Lo siento… —dije entre estertores.
Un latido acelerado, "¡bum, bum, bum!", resonó en mi pecho, un tamborileo frenético que marcaba el ritmo de la vida que regresaba. Llené mis pulmones desesperado mientras abría los ojos. Estaba vivo, aún no había muerto. La cabeza me daba vueltas y el cuerpo me dolía como nunca. Una extraña película blanquecina cubría mi visión, emborronando el mundo que me rodeaba. Un zumbido constante, como el rumor lejano de una tormenta, resonaba en mis oídos, impidiendo que captara cualquier sonido.
Estaba desorientado y aturdido. Había muerto. Al menos eso había parecido. Pero ahora estaba aquí. Respirando. Seguía sin poder moverme, como si una losa de piedra me aplastase, pero estaba vivo.
Sentía un ligero cosquilleo, como un millar de hormigas diminutas recorriendo mi piel. Una sensación de frío glacial se agarraba a mi cuerpo, como si una brisa helada me envolviera desde el interior. Era como estar fuera de mi propio cuerpo.
Mis brazos y mis piernas parecían hechos de plomo. Intentar moverme era una lucha fútil, una batalla contra una fuerza invisible que mantenía mi cuerpo inerte. Los segundos se convertían en minutos y los minutos en horas. No sabía cuánto tiempo llevaba así. La espera era eterna, frágil, y vulnerable en medio de ninguna parte. "No, en ninguna parte no. Estaba en el bosque", pensé poniendo en orden mis ideas. "Estaba en el bosque. Huyendo y entonces…" Nada. Mi cabeza se negaba a colaborar.
Debía salir de allí. El bosque no era seguro. Estaba indefenso. Me obligué a levantar la cabeza. Ubicarme. Era un esfuerzo inútil ya que mi visión seguía empeñada. Tan solo luces y sombras a mi alrededor que me miraban con curiosidad.
Una extraña voz me susurraba desde alguna parte. Intenté abrir la boca. Gritar por ayuda, pero era incapaz.
—¿Hay alguien más aquí? ¡Socorro! ¡Ayuda! —no conseguía emitir sonido alguno.
La sensación de impotencia se incrementó. Ni siquiera podía pedir ayuda en este estado. “¿He vuelto de entre los muertos para acabar así? He…” Es cierto. Había muerto. Aquella cosa del bosque me había matado. Me había metido yo solo en una trampa para ratones y había muerto. ¿Seguiría por aquí? En ese momento, el más puro terror se apoderó de mí. Con garras de hierro escarbaba por mi cabeza, reptando, introduciendo pánico en mi cerebro.
Abrí los ojos. Levanté la cabeza con un esfuerzo titánico y observé alrededor. Busqué cualquier rastro. Algo que me diera alguna pista de qué había sido de aquella cosa. Estáticas figuras de color gris me rodeaban. Inmóviles como silenciosos centinelas. Deduje que se trataban de los árboles del bosque juzgando mi lamentable estado. No parecía haber rastro de aquella cosa, pero era incapaz de asegurarlo. Además, seguía estando en el bosque. Era una presa fácil para un apra o un kaxi.
Luché por girar sobre mí mismo. Darme la vuelta para levantarme. Cada movimiento era un torrente de dolor que incendiaba mi entumecido cuerpo. Con un grito sordo, acallé los alaridos de mis músculos mientras los forzaba a trabajar. Empujé sobre mis manos. Parecía que iba a lograrlo. Comencé a girar, pero mis doloridos brazos no aguantaron mi peso y volví a caer. Al menos había logrado algo. Había caído boca abajo. Noté la fría humedad de la hierba en mi cara.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —dijo una voz a mi derecha con aire burlón.
Me estremecí. Desde luego que había alguien más allí. ¿Por qué no me ayudaba? ¿Le divertía verme así? Traté de mirar a aquella persona, pero no había nada. Me estaba volviendo loco. Habría jurado que había alguien aquí.
Tenía que moverme. Hubiera o no alguien aquí, no parecía querer ayudarme. Necesitaba volver a casa, salir del bosque.
—¿No lo recuerdas? —dijo otra voz a mi espalda.
No pensaba hacerle caso. Era todo producto de mi imaginación. Allí no había nadie. Un fuerte dolor de cabeza me hizo retorcerme de dolor. Turbadoras imágenes asaltaban mi cabeza. Mi padre, madre y Aish… Deshaciéndose ante mis ojos. Mirándome con ojos muertos. Sus huesos asomando sobre su piel. Quería vomitar, pero solo conseguí hacerme más daño. La imagen había sido breve, pero estaba grabada a fuego en mi cabeza. Paso a paso, arrastrándome como un gusano por el barro, avanzaba. Intentando alejarme de aquellas imágenes.