El legado 2: Tinieblas

01. Pesadilla en carne y hueso

Me había pegado horas caminando de un lado a otro de la asquerosa celda. No había dormido, tampoco podía aunque quisiese. Estaba cansada, cansada de esperar, ¿a qué? No lo sabía. La sensación de ahogo no paraba de inundar mi pecho. El aire cada vez parecía ser más falto para mis pequeños pulmones.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, me había despertado en la celda y no había visto a nadie. El tiempo era mi peor enemigo en esos instantes. Quería golpear algo y gritar, gritar mucho.

El tiempo siguió pasando hasta que un guardia apareció y me observó desde el otro lado de los barrotes. Su rostro me sonaba de algo.

—¿Qué miras tanto? —pregunté.

El hombre no respondió, sacó un extraño objeto del bolsillo, se lo puso en la boca y sopló. Mi cuerpo se paralizó al instante en el que hizo aquella acción y caí como una maldita muñecas de trapo. El guardia entró y me esposó las manos a mi espalda.

—Esta sensación te durará un minuto —se limitó a decir.

A los segundos comencé a sentir poco a poco cada músculo y parte de mi cuerpo. Me agarró de un brazo y me ayudó a levantarme.

—Camina —ordenó.

Con su mano en mi espalda baja me guio fuera de la celda y de aquella sala llena de decenas de ellas. Al salir la luz del pasillo blanco me dio en la cara logrando que cerrara los ojos ante el cambio de luminosidad. Nos metimos en un ascensor, él cerca mío como si se creyese que podría hacerle algo. Bueno, poder sí que podía.

Cuando las puertas se abrieron me sorprendí al saber que estábamos en la planta más alta de la central, en aquella que hacía años que no había estado. Antes de que me diese cuenta unos guardias abrieron dos grandes puertas de metal para permitirme el paso a una gran sala gris. Elaine se giró al escuchar nuestras pisadas y le hizo una señal con la cabeza al hombre para que me obligara a sentarme en una silla. Me ató de pies y manos a ella.

—Veo que no te fías de mí —hablé con burla—. Tu hombre ha tenido que entumecer mi cuerpo para poder ponerme las esposas.

—Eso me hace inteligente, ¿sabes el dicho de nunca subestimes a tu enemigo, Natalie?

Su cuerpo se movió con elegancia hacia mí. Su espalda recta, sus manos detrás de su espalda, sus labios rojos, su pelo perfectamente peinado. Destellaba maldad e inteligencia.

—Yo nunca te he subestimado.

—Creo que sí que lo has hecho.

Omitió mi comentario dándose la vuelta y observando las máquinas que tenía a su espalda.

—¿Recuerdas esta sala?

—Desgraciadamente, al igual que cada pasillo de esta cárcel.

—Nunca fue una cárcel.

—¿Estás segura?

—Y si lo fue, fue porque así lo quisiste tú.

Tensé mi mandíbula con desagrado. Me daba asco e impotencia volver a tenerla tan cerca, tan real ante mis ojos. Verla sólo me hacía recordar mis manos ensangrentadas, llenas de la sangre de mis amigas.

—Hablemos sin tapujos, Natalie —dijo después de unos segundos observándome, se apoyó en la mesa que tenía a su espalda llena de maquinas y de pantallas—. Me gustaría que ambas nos pusiésemos las cosas fáciles.

—Fáciles —repetí con ironía—. No me gusta tu carta de presentación, deberías intentarlo de nuevo.

—Natalie —siseó—, no me tomes el pelo, no estás en posición de hacerlo.

Apreté los dientes.

—¿Sabes cuál es mi maldita posición ahora mismo? Una que no me importa lo más mínimo. Puedes hacerme y decirme lo que quieras, me da igual.

Me escrutó con la mirada, interesada por mi extraña indiferencia.

—No te deseo el mal, nunca lo he hecho.

—No me lo deseas, tú me lo brindas en una bandeja de plata, para mayor comodidad.

Su expresión se crispó, le estaba haciendo perder la paciencia. Sí, mi carácter falto de emociones estaba volviendo.

—Pon de tu parte y yo pondré de la mía para que todo nos sea más fácil y más cómodo. Depende de ti que las cosas mejoren.

—Las cosas nunca mejorarán —espeté secamente—. ¿Te crees que porque me lo pidas olvidaré que las mataste? —gruñí comenzando a sentir mi ira crecer—. Porque lo hiciste, diste la orden de matarlas y a mí me dejaste vivir.

—Deberías agradecérmelo —dijo alzando su barbilla.

—No, ya me agradecerás tú cuando te deje vivir después de matar a tu querido Josh —su cuerpo se tensó—. Porque lo despedazaré vivo, dejaré que grite y que te pida ayuda hasta que no pueda más.

Para, está no eres tú.

Maldije en mi interior. Odiaba ser tan brusca, odiaba que mis palabras se tiñeran de una muy densa oscuridad. 

Sus muros comenzaron a caer conforme su mente recreó la escena. No podía evitarlo, había intentado esconder mi odio todo este tiempo, pero me era inevitable seguir así. Ella, la mujer que tenía frente a mí había dado la orden de ejecutar a mis amigas ante mis ojos. Las vi morir, fui la única que contempló sus últimos alientos de vida.

—El monstruo te está pidiendo salir a gritos —habló intentando que no se hiciese notar su miedo mientras caminaba hacia mí—. ¿Le dejarás salir a la luz o lo vas a seguir escondiendo hasta que suceda lo peor, Natalie?

Era irónico saber que nos conocíamos casi a la perfección entre nosotras. Yo sabía que nombrar y qué decir para tocar su casi inexistente corazón, y ella sabía qué temas harían doler a mi corazón oscuro como el carbón.

Intenté subir una de mis comisuras demostrando lo poco que me había afectado, a pesar de que mi vergüenza no dejaba de crecer en mi pecho.

—Tienes al monstruo ante tus ojos —hablé ladeando la cabeza—. De carne y hueso. Sabes que esos son los peores.

Hizo un gracioso gesto con la nariz de desagrado, estaba intentando tumbarme pero no podía, ya no.

—Llévatela —ordenó dándome la espalda—. Estando a la defensiva no lograré nada con ella.

El hombre que me había traído que al parecer se había quedado al lado de la puerta me desencadenó de la silla sin quitarme las esposas de las manos. Me levantó de un fuerte tirón y me empujó hacia la puerta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.