El llamado de Naín

11

Sólo había estado en aquella oficina un par de veces en su vida, la primera cuando pidió (contra su voluntad) una incapacidad para poder recuperarse de una lesión en la pierna derecha. En una de las misiones que Naín había dirigido en un abandonado almacén de madera, un criminal intentó acabar con uno de los soldados atándolo a la sierra eléctrica, Naín reaccionó de inmediato y logró salvarlo, pero a un alto precio, la sierra dejó un corte de cinco centímetros de profundidad en su muslo, dejándolo incapacitado por un mes. Y la segunda ocasión fue cuando el ortán le notificó de su ascenso a siftán.

La oficina era amplia y bien ventilada. Había cuadros y reconocimientos en las paredes, el escritorio estaba limpio y perfectamente ordenado, (considerando que sólo había una carpeta de piel negra en el centro) y no había ningún rastro de polvo por ningún lado. Se sintió un poco incómodo; como si su solo presencia fuera a estropear la escena. Se concentró en un estante lleno de libros; había temas interesantes como “La guerra silenciosa” “Historia del año triste” “El gran sisma de nuestro mundo” “Tácticas del ixthus” etcétera. Todos hacían alusión al levantamiento de los ixthus y todo lo que se sabía de ellos. Tomó uno de los libros entre sus manos y lo hojeó; hablaba de la historia de sus padres, y de cómo habían entregado sus vidas en favor de la justicia. Naín estaba orgulloso de ellos; le habría gustado tener un algún recuerdo para conocerlos, pero los ixthus habían destruido su casa y cualquier foto o cosa que pudiera servirle de recuerdo, no obstante, se contentaba con las veces en que Darcón le contaba todo lo que sabía de ellos y lo mucho que los había apreciado; sabía que habían luchado hombro a hombro en la guerra silenciosa de Hieron y que habían sido amigos.

—Es un año que difícilmente olvidaremos.

Una voz a su resonó a su espalda.

—Ortán Darcón—dijo Naín mientras levantaba su brazo derecho a manera de escuadra con el puño cerrado frente a su pecho.

El ortán Darcón era un hombre mayor, las canas cubrían el noventa por ciento de su cabello el cual no era mucho. Llevaba puesto su uniforme de gala con unos impecables zapatos de charol negros, caminaba lento pero con mucha firmeza.

—Descanse siftán—dijo el ortán mientras ocupaba su asiento detrás del escritorio—. Toma asiento hijo.

Naín ocupó una de las sillas que había frente al escritorio.

—Sé lo difícil que ha sido para ti la pérdida de Ben, quizá debería ofrecerte algo más que un asiento.

—Estoy bien señor, usted me ha enseñado que debo ser valiente ante cualquier situación.

—Sí, lo sé, y lo has hecho muy bien. Sin embargo, no te culparía por estar triste por tu hermano. De hecho yo lo estoy. Mi Ben era muy preciado para mí.

—Señor, estoy seguro de que él lo sabía e igualmente lo apreciaba.

El ortán parecía tener problemas con el nudo en su garganta y esperó un poco, mirando a su escritorio antes de contestar.

—En fin yo… te llamé para disculparme por no haberte hablado ayer en el estacionamiento, no sabía qué hacer, estaba muy perturbado por la noticia.

—No tiene que disculparse, señor, le repito que estoy bien.

El ortán asintió con la cabeza, ésa era la respuesta que le había enseñado a dar ante cualquier situación, aunque fuera mentira.

— ¿Te dijo algo antes de morir?—preguntó aun mirando hacia su escritorio.

—Que cuidara de Sara y su hija.

—Sí, claro; y así será.

Naín guardó silencio, no sabía que responder, el ortán parecía perdido en otro mundo.

—Bueno—continuó en ortán—, creo que eso es todo hijo, si necesitas algo tan sólo dímelo ¿De acuerdo?

—Seguro que sí señor, lo haré.

Naín se levantó y salió chocando los talones y haciendo el saludo de los cazadores, el brazo a la altura del pecho en forma de escuadra y con el puño cerrado.

Unos diez pasos fuera de la oficina y un vacío en su estómago, algo así como un hoyo negro comenzaba a chupar sus intestinos, por supuesto se debía a que no había comido nada desde quién sabe cuándo. Miró hacia el comedor; seguramente ya habrían servido el desayuno y si se presentaba cuatro horas después, lo único que podría encontrar serían enormes pilas de platos y sartenes que lavar lo cual no le emocionó mucho. La cafetería parecía una buena opción pero recordó que lo único que sabían servir eran sándwiches grasosos y café amargo. Al fin se decidió por un pequeño establecimiento que estaba a tan sólo unas cuadras.




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