Capitulo 5
Capitulo 5.-
Cuento 20: María la loca
Afuera llovía a cántaros, los gritos de su madre, le hicieron levantar la cabeza, con los ojos todavía cerrados por el sueño, la cama estaba tan calientica, con el sonido de la lluvia sobre el techo de zinc que por un momento, olvidó los gritos de su madre, acurrucó su flaca y huesuda cabeza sobre la almohada, y comenzó a soñar.
Volaba sobre los techos de las casas vecinas, se alejaba, dejando atrás, casas, caminos, bosques, gentes, se acercaba al mar, volaba sobre sus olas azules y transparentes en un suave vaivén, dejando que sus cabellos se movieran descuidados sobre su cuello, encara colados formando un matojo negro y coposo. Estaba casi acercándose al océano cuando los gritos, la trajeron nuevamente a la realidad. Se levantó despacio, fue colocando una a una las cosas que debía llevar a la escuela, el uniforme, las medias, los zapatos colegiales y las cintas para el pelo, que recogió sin peinar enmarañado sobre su cuello, los rizos rebeldes, se salían de la cinta, que ella pacientemente colocaba uno a uno.
Parecía una autómata para sus 8 años. En la cocina, sus dos hermanas bebían de una garra, un poco de leche, se acercó y se preparó un café, odiaba la leche, odiaba el desayuno, recogió los libros y salió. Ya en la calle Teny, se acomodó la capa de agua para evitar que se mojaran sus libros, que llevaba dentro de una bolsa, estaba esquelética, la piel se le pegaba a los huesos, como en un abrazo mortal, sólo su pelo negro, embellecía su demacrado rostro distrofico, le llegaba casi a la cintura, de un negro brillante, donde los rizos rebeldes ondeaban bajo la lluvia.
Caminaba despacio, arrastrando su peso, mientras su imaginación volaba sobre el océano, en loca carrera, ya casi había atravesado la esquina cuando la vio por primera vez.
Estaba delante de los latones de la basura, no estaba segura si era un perro o una persona, se detuvo asustada, cuando unos ojos azules como su mar, la taladraron, recorriendo su cuerpo de arriba abajo. Tenía el pelo chorreado del agua, infinidades de bolsas, repletas de latas, cartones, plástica, y residuo de comida, que recogía de los latones y metía dentro de las bolsas. Un cuerpo huesudo, de aproximadamente 70 años de edad, con unos ojos azules en una cara flaca e famélica, la mirada perdida buscaron los ojos de la pequeña Teny, cuando la vio dejo ver una media sonrisa en su boca desdentada, los brazos flacos se cubrían de venas azules y huesos, donde colgaban mas de vente bolsas plásticas, la imagen de la vieja quedo grabada en su mirada, siguió mirándola hasta que se perdió al doblar la esquina.
Cuando regreso de la escuela empezó a preguntar quién era y como se llamaba, todos la llamaban María la Loca, los muchachos le caían detrás por todo el barrio, tirándole piedras y gritándole “María la loca, María la loca “pero ella los miraba a veces hasta con una mueca de pena, y continuaba su camino arrastrando sus bolsas sobre sus brazos secos, y sus venas a punto de reventar. Teny en los días sucesivos, la buscó por todas las esquinas, pero había desaparecido como había llegado, y durante muchos días no se hizo ver por el barrio.
Volvió a verla algunas veces, entre las burlas y juegos de las pandillas del solar, hasta que una noche, sentada en el piso del portal, su tía-abuela le contó su historia. Era la primavera del 1925, la ciudad de Cienfuegos, se llenaba de luces con el inicio de la molienda en los centrales azucareros, admirada por las grandes casonas que se alzaban imponentes en el batey llamado “El batey de los ingenios”, por la gran variedad de ingenios azucareros, propiedades de grandes terratenientes y colonizadores americanos de la isla.
Entre las familias que habitaban el batey, sólo una era envidiada por su riqueza y odiada por su comportamiento con los obreros del central. Era la familia de las Vegas, procedente de España, al inicio de la república. Los dueños del central tenían dos hijas hembras de 15 y 16 años y un varón que ya comenzaba a imitar un cierto aire de prepotencia, a pesar de sus 18 años. La hacienda donde Vivian, estaba rodeada de bosque, repletas de caña, donde infinidades de campesinos, cortaban la caña, para mandarla al central de sol a sol, vigilados por el capataz, hombre déspota y de pocos amigos. El seños de la Vega, todos los domingos llevaba a su familia, al pueblo para asistir a la misa del padre José. Con sus mejores vestidos, y ayudadas por algunas criadas, comenzaron a acomodarse en el carruaje, tirado por esplendidos caballos de color negro.
La más vieja de las dos hijas, hacia buen uso de nombre, Fernanda de la Vega, altanera y pretenciosa como su padre, mientas que la más pequeña asemejaba a su madre, por su sencillez, modestia y por su belleza que irradiaba al sol como su pelo encara colado y rebelde, la pequeña María tenía los ojos azules como el mar, de una mirada penetrante, pero limpiada y generosa. Llegaron a la iglesia entre los primeros, deteniéndose en la puerta a conversar con sus vecinos del batey, que veían pocas veces.
La conversación era aburrida para María, que seguía con entusiasmo, los vendedores ambulantes, que poblaban la plaza. La bulla de los vendedores y pregoneros, le repiqueteaban en los oídos, sin percatarse comenzó a bajar los escalones de la iglesia, cuando la presión de un brazo la alzó del suelo, evitando el impacto con un carruaje que desenfrenado golpeaba los escalones, por un momento no pudo darse cuenta de lo ocurrido, sólo unos ojos negros como la noche, la guardaron por un instante y sin esperar las gracias se alejó dentro del grupo de curiosos que comenzaban amontonarse delante de la iglesia.
Su padre corrió asustado, pero ya todo había pasado, entraron en la iglesias, mientras ella trataba de buscar con la mirada su salvador, que había desaparecido entre la gente. A la salida de la iglesia, se dirigieron a pie atravesando la plaza, hasta el malecón, punto de encuentros y de tertulias, ante el mar de la bahía, habitualmente sereno y salpicado por el reflejo del sol y algún que otro barco que se alejaba a lo lejos.
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Editado: 12.06.2021