Hiram
Caminé por los pasillos atestados de estudiantes enfermos que corrían sin control, lucían piel verde, ojos inyectados en sangre y un cuerpo totalmente desalmado. Deprisa me dirigí hasta la oficina que se encontraba justo en medio del hall donde, hace un tiempo no tan lejano, solía estar la administración de la universidad, al final del pasillo.
Mis desgastadas vans se toparon con el cuerpo ensangrentado de uno de mis compañeros de química, el cual descansaba en el suelo como un animal salvaje sedado por un dardo. Desearía haber sentido pena por él, pero no lo hice. En su situación era mejor que el virus lo matara rápido o los oficiales, antes que vivir infectado una larga y tortuosa espera.
Al llegar a mi destino me encontré con John y Tristán, dos oficiales corpulentos de mediana edad que trabajaban para mi padre. Estaban cubiertos con trajes negros, chalecos antibalas y máscaras protectoras. Patrullaban los pasillos y se encargaban de mantener controlados a los infectados de tercer nivel, a los cuales el virus había infectado no sólo su sangre sino también su mente, volviéndose inútiles e inconscientes.
Cuando los tuve enfrente, sin pensar y con toda la fuerza contenida durante el largo camino por el corredor dejé salir mi ira contra Tristán, el oficial de mayor edad que llevaba la delantera en dirigir a los demás, tomándolo con fuerza de su chaleco.
-¡Malditos ineptos! ¿Me pueden explicar por qué están dejando pasar a esos enfermos en mi zona?- espeté con fuerza y casi sin abrir la boca, mostrando mi ya evidente enojo- No pueden hacer una jodida cosa bien, idiotas- escupí mirándolos a los ojos y pude notar el temor dibujando en ellos.
-Señor Styles, por favor- dijo John en un intento de detenerme- su padre ha dado órdenes de que dejemos de proteger su zona, sólo hacíamos nuestro nuestro trabajo.
Sus palabras me dejaron shockeado, aunque no sorprendido, mi padre podía ser capaz de muchas cosas cuando no actuaban como él esperaba, incluso de poner en peligro a su propia familia. No era una venganza, era más que eso, me estaba manipulando para que siguiera sus órdenes al pie de la letra a partir de ahora, una vez ya aprendida la lección.
-¿Les dijo algo más que deba saber?- pregunté, alejándome de ellos y limpiando mis manos en mi camiseta blanca.
-Que usted no estaba comunicándose con el señor, debe terminar sus encargos- dijo John en un tono respetuoso mientras Tristán se recomponía de mi ataque previo.
-Lo sé- dije firme para luego añadir- Les ordeno que no dejen acercarse a nadie más a mi puerta, ni a metros, ningún maldito enfermo puede pisar esta área, ¿quedó claro?- pregunte esperando respuesta.
-Sí señor- respondieron al unísono.
Unos pasos interrumpieron nuestra tensa conversación, un infectado caminaba perdido mientras que otro detrás de él se arrastraba por el suelo como si de un apocalipsis zombie se tratara. Los dos oficiales a mi lado rápidamente pusieron adelante el protocolo, preparando inyecciones para dormir a los dos infectados. Antes de que pudieran hacer nada y sin inmutarme, me di vuelta y les disparé a los dos intrusos, a uno en el pecho y al otro en la cabeza. John y Tristan pasmados observaron la situación, sabía que me temían, al fin y al cabo yo era un Styles.
-Antes de deshacerse de los cuerpos quiero que tomen muestras de sangre y de cabello, envíenlas en una caja cerrada sin descripción- dije como si estuviera pidiendo un favor cotidiano y normal- Ah, y no mencionen a mi padre sobre mis pedidos ni mi compañía... ¿Quedó claro?- dije girando mi cabeza un momento para luego seguir caminando y perderme en los pasillos atestados.
Mis manos todavía picaban por la adrenalina y el placer que me provocaba sostener el arma, apuntar y disparar. Me hacía sentir poderoso, fuera de mí, volviéndome una versión descontrolada o quizá verdadera de mí mismo. No era la primera vez que asesinaba a alguien, había matado muchas veces antes, podría ser considerado un asesino en serie, o por lo menos, uno experto.
Disfrutaba practicar tiro y mi puntería era muy buena, tenía buen ojo y la agilidad de un verdadero francotirador. Aunque disfrutaba el contacto directo con mis víctimas, y dar fin a una vida de forma instantánea, mi verdadero talento era con las fórmulas y químicos letales. Podía crear miles de combinaciones nocivas que tan solo con una poca cantidad en una fuente de agua podían deshacer masas de gente completas quitándoles la vida.
Se podría decir que con el manejo de químicos había superado al maestro, mi padre me necesitaba, podía multiplicar recursos y manipularlos de tal manera en la cual mis productos eran sumamente codiciados y útiles en el mundo de los negocios corruptos.
Comencé a muy temprana edad, probando fórmulas mortales en mis mascotas, esto preocupó en gran manera a mi madre, pero no hizo más que enorgullecer a mi padre. La culpa me acompañó los primeros años, movida por los principios maternos y mi inclinación al débil sentimentalismo, pero logré apaciguarla con las drogas, las cuales son mis compañeras de andanzas. Después de dejar salir mis más crueles y amorales instintos las necesito para llenar el vacío que la excitación deja y cerrarle la puerta a mi mente racional que me repudia y atormenta.
Todavía recordaba mi primera vez. Las escenas estaban frescas en mi mente. Tenía apenas quince años, el cabello largo y los brazos delgados y débiles. Me encontraba en un garage ubicado detrás de la fábrica principal de mi padre. Era un lugar oscuro con piso de cemento, paredes sin revocar y una puerta fuerte que detenía cualquier sonido, lucía como una cortina de metal la cual duplicaba tres veces mi tamaño.
Mi padre estaba sentado en una punta de la habitación, su cabello oscuro asomaba sus primeras canas, estaba peinado hacia atrás, era lo que se puede considerar un hombre atractivo, medía alrededor de 1.85, como yo, traía pantalones color caqui perfectamente planchados y un cinturón grueso. Lucía prolijo e intacto como todo un caballero más que como un gangster.