Mi abuelo solía arrojar botellas al mar con pequeños trozos de papel adentro. Había hecho esto casi a diario durante sus últimos días de vida, cuando lo hacía veía pequeñas lágrimas surgir de su rostro. Aquella mañana cuando entramos a su alcoba y yacía lívido en su cama, una botella que no alcanzó a arrojar reposaba sobre su escritorio, al extraer el papel de esta, su único párrafo melancólico clamaba: ¡Devuélveme a mi amada, te lo suplico!