<< Diez años después>>
Isidoro estaba tranquilo sentado en el viejo patio de su casa, desayunaba de cara al sol su habitual café con leche, de repente escuchó el timbre de la casa. ¿Quién será a esta hora?, dijo con cierto fastidio. Se hizo el tonto como si no hubiera escuchado nada, debe ser algún vendedor, pensó. Pero el timbre volvió a sonar, esta vez más insistente. Se levantó, molesto, y fue hacia la puerta; antes miró por la mirilla y vio a una mujer que no reconoció, era rubia y un tanto gorda, llevaba unas grandes gafas de sol que cubrían una parte importante de su cara. Sin abrir la puerta pregunto quien era, pero la mujer no contestó, preguntó una vez más, y nada. Entonces pensó que tal vez fuera una amiga de su madre que no sabía que había pasado con ella y, entonces, al fin, abrió la puerta.
- ¿A quién busca, señora? - le preguntó con tono impaciente.
La mujer se quitó sus grandes gafas, lo miró fijo y sonrió esperando que la reconociera. Isidoro vio que la mujer tenía un oscuro moretón debajo de su ojo derecho y, también, tenía una herida en la base de la nariz. La mujer seguía esperando que Isidoro le dijera algo, Isidoro también la miraba, hasta que le cayó la ficha…
- ¡Mariel! - balbuceó pálido.
Isidoro comenzó a mirarla de arriba hacia abajo, y no podría, ni quería, comprender como esa mujer que ahora tenía frente a él era aquella por la cual se había enamorado casi hasta llegar a la locura, sin ningún tipo de límites y, encima, a primera vista. Pero lo que más le llamaba la atención no era su aspecto físico voluminoso y redondeado por los años, ni sus ojeras, ni su falta de aseo, ni su pelo revuelo, ni siquiera su voz aguardentosa de fumadora nocturna; lo que más lo perturbaba era que había perdido la magia, el brillo, la gracia. Su mirada parecía la de un ser inerte. Los golpes en su cara, de los cuales ni se animaba a preguntarle como se los hizo o quien se los hizo, le daban un marco grotesco a toda esa imagen patética.
Isidoro no podía articular palabra, no sabía que decir.
- Ya sé que ves muy cambiada, lo noté en tu cara apenas me viste, y es lógico que así sea tu reacción. Viste, los kilos de más te avejentan mucho, te aviejan como decía mi abuela. Vos estás igual de flaco, como siempre – le dijo ella para romper un poco el hielo.
- Pero bueno, podés adelgazar – le contestó Isidoro sintiéndose, automáticamente, un estúpido.
- Ay, Isidoro, Isidoro, jamás supiste mentir, ni con las palabras, ni, mucho menos, con tu mirada. Y veo que con los años aún no lo has aprendido.
Ahora que Isidoro miraba y la escuchaba con un poco más de intimidad, podría afirmar que era ella, me refiero a la de antes, la Mariel del pasado, por su forma de hablar y por su manera de decir; y recordó que la elocuencia había sido una de sus mejores virtudes, y lo seguía siendo.
A Isidoro le transpiraban las manos y no sabía que hablar, hasta que hizo la pregunta más tonta que tenía a mano…
- ¿Y que fue de tu vida?
- ¡Ja! Pero esto parece una primera cita, que pasa… - le dijo, riendo, Mariel con ironía.
- ¿Que fue? Todavía sigue siendo, estoy viva aunque no parezca – contestó fríamente.
- Bueno… - intentó contestar Isidoro, pero su lentitud contrastó con la siempre veloz Mariel, otra virtud que seguía manteniendo a pesar del paso del tiempo.
- Shhhh… hizo Mariel apoyando, seductora, el dedo índice perpendicularmente sobre sus labios – dejá que conteste. En mi vida me fue y me va como el culo. No hace falta que te hagas el tonto, las marcas que tengo en la cara y que las miraste una y otra vez poniendo cara de circunstancias, son palizas, estoy cagada a palos. Son golpes de Copitelli.
- Es tremendo lo que me contás.. - solo atinó a contestar Isidoro.
- Sí, lo es. No supe escuchar, fui una pendeja tonta, mirá que irme con un tipo borracho, falopero, jugador, fiestero y que le paga con las dos…
La última frase que dijo Mariel, a Isidoro le causó mucha gracia por la forma en que la dijo, bien arrabalera, pero se tragó la carcajada. Ella, pilla, le dijo << Te podés reír >> y ambos rieron con alborozo. En ese momento ambos sintieron como si hubieran viajado al pasado. Rieron hasta que Mariel se puso seria y clavo su mirada detrás de Isidoro.
- ¿Quién es? - preguntó.
Isidoro se dio vuelta y el contestó, es Rufina, mi hija.
Mariel le sonrió, se levantó de la silla, fue al encuentro de la niña y le tomó una de sus manitas, la niña le dio su mano con toda confianza.
- Ni hace falta que digas quien es la madre…
Y era verdad, no hacía falta, Rufina era una copia fiel de su mama, Johana. Tenía el pelo negro con rulos pequeños, tez oscura y una hermosa sonrisa blanca que regalaba en todo momento.
- ¿Te casaste? - preguntó curiosa Mariel.
- Sí, me casé - contestó cortante Isidoro.
- Yo me casé con Copitelli, pero no tuvimos hijos. ¿Sabés por qué él no quiere tener hijos?
- No.
- Escuchá, no tiene desperdicio. Él afirma que entre padres e hijos hay una perversa complicidad, una cierta reciprocidad que no tolera. Dique que todos los padres hablan siempre maravillas de sus hijos, aunque sea pelotudos, dicen que son inteligentísmimos; aunque sean horribles, dicen, con énfasis, que son bellísimos; aunque sean más malos que pegarle a la madre, dicen que son más buenos que el pan.
- Bueno, es una idea bien de Copitelli…
- No termina ahí, dice que todos los hijos dicen que sus padres son los mejores del mundo, o sea, los número uno, y, dice, que es es imposible porque no puede haber millones de padres número uno, matemáticamente es imposible.
- Este Copitelli.
- Convengamos que algo de razón hay en lo que dice…
Isidoro la miró sin contestarle.
- Pero más allá de eso, ya me quiero separar, me cansé de las palizas de Copitelli – dijo Mariel, llorando.
Rufina se le acercó y le dio un pañuelito que llevaba dentro de un pequeño bolsillo de su pantalón de jean. Isidoro miraba la escena como un espectador de lujo, y en ese momento volvió a sentir esa magia que parecía perdida entre ella y Mariel.