El otro ayer

Pecados capitales

Frente al espejo un hombre trataba de acomodarse el traje. Se le hacía imposible acertar de forma correcta la corbata y eso lo estaba conduciendo a la desesperación. Movía las manos para darle el movimiento exacto y volvía a errar.

—¡Mierda! ―expresó.

Regresó la corbata a su forma original y volvió a intentar con un nuevo resultado fallido. Puso las manos en su cadera y suspiró.

—¡Coño! ―dijo.

Una mujer se aproximó a su espalda. Él la miró por el espejo e hizo un ademán con su cara. Ella puso sus manos en los hombros del hombre y le habló al oído.

—A ver, déjame ayudarte.

Él giró suavemente y las manos femeninas sostuvieron la corbata. Ágilmente la anudó y logró un perfecto Windsor. Pasó la palma de su mano por la tela y sonrió. Tocó la cara de esa mujer delicadamente y le besó los dedos.

―Gracias, eres la mejor —dijo.

―De nada, Guillermo —contestó.

―Dime ¿me acompañarás al evento o te quedas? —preguntó con curiosidad.

―No, no, mejor me quedo. Me duele un poco la cabeza y lo más seguro es que haya mucho alcohol y no será bueno.

—¿Seguro, Sofía?

―Sí, además por una noche que vayas solo no creo que te pierdas —rió.

―Mmm… está bien, simplemente quería estar seguro —dijo Guillermo.

―Y lo estás, sólo que por hoy me quiero quedar acostada y descansar.

—Ok, puedes disfrutar de este apartamento nuevo y sus lujos.

―Lo haré —rió con fuerza.

Sonó el móvil de Guillermo. Contestó y al escuchar la llamada, asintió y colgó.

―El carro me espera —dijo.

―Que te vaya muy bien.

Avecinaron sus facetas y los labios se unieron en un coroto pero intenso besar. Se separaron y Guillermo acarició la cara de ella.

—Te adoro, Sofía Antúnez.

―Yo más, Guillermo Alcalá.

Le besó la mano y partió.

Sintió una leve inquietud por ir a ese lugar sin ella. Desde que había triunfado y antes de eso Sofía había estado con él. No se habían separado para nada a pesar de los viajes, el estrés, las conferencias.

Guillermo subió al vehículo y se dirigieron a Salones Emperador. El chofer conducía con cierta calma, aunque Madrid de noche era un ir y venir de carros y luces. A veces lo irritaba y otras veces le agradaba la ciudad.

Llegaron al salón de eventos con unos minutos de retraso. Guillermo descendió del carro. Acomodó su traje y pasó al local.

Adentro le esperaba una persona de logística y su asesor literario.

—¡Vas tarde hombre! ―dijo el asesor.

—¡No jodas, Daniel! ―contestó sonriendo.

Caminaron hasta la sala de la presentación. El de logística lo informó por radio que ya la persona se encontraba en el lugar y después de una leve introducción sobre el homenajeado hicieron pasar a Alcalá al micrófono para que hablara de su obra.

Dio una charla de una extensión de cuarenta y cinco minutos. Luego respondió una serie de preguntas y al final todos los presentes disfrutaron de un banquete acompañados con alcohol.

Alcalá bebía y firmaba libros. Seguidores llegaban a su lado por fotos, un abrazo o la firma en el libro. Se sacudió un poco a la gente y fue al baño.

Tanta multitud lo atosigaba. En el periodo de la vida que se encontraba su mundo era simple. Él y ella, Sofía y Guillermo. No necesitaba a más nadie —pensó― y lavó su cara.

Al salir del baño su camino fue bloqueado por una persona que le extendía un vaso con whiskey. Él miró sorprendido.

—Por lo poco que he leído de ti, sé que es el licor que más te agrada ―dijo la persona.

Guillermo agradeció con una sonrisa. Tomó el vaso y bebió un sorbo.

—Está bueno, gracias.

―De nada.

 

Bebió otro trago. Miró el vaso en silencio.

—Y ¿qué te llevó a escribir esa novela? ―preguntó.




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