A la media noche, varias semanas después, Leila permanecía sentada en el mismo rincón de su celda que ahora se había convertido en su santuario, en silencio, en medio de la oscuridad como una gata al acecho. Sus pupilas dilatadas buscaban ubicar los cuerpos de sus insufribles compañeras de celda. Se puso de pie con la ligereza de una pluma, sin hacer el más mínimo ruido tomó su propia camisa de presidiaria color naranja y con eso, haciendo un estilo de soga, la utilizó con una de ellas.
La morena se retorció varias veces sobre su cama, intentó inútilmente despegar la tela de su cuello y hacer algún tipo de sonido que alarmara a las personas más cercanas, pero tampoco eso consiguió. Todos los demás estaban dormidos y la guardia de pasillo estaba bastante distraída, revisando sus redes sociales como para percatarse del asesinato doble que se estaba llevando en la celda al final del pasillo. Cuando aquella víctima dejó de moverse, Leila inmediatamente le midió el pulso para verificar que estuviera muerta.
El lugar estaba con luz bastante tenue, la oscuridad casi reinaba por completo, nadie vería nada a menos que durante horas se dispusiera a acostumbrar la vista a ese entorno. Leila suspiró de alivio y triunfo al asesinar a la primera, pero cuando se dispuso a acabar con la que quedaba, se dio cuenta de que ésta terminaba de despertar y ya había entrado en razón, ya sabía que se encontraba en peligro. Inmediatamente Leila reparó en que su próxima tarea no estaría del todo fácil.