València – 6 de noviembre, 08:00 h
La ciudad despertó en medio de una calma tensa. Había algo en el aire que no era común, como si el tiempo mismo estuviera conteniendo el aliento, esperando. La gente ya no hablaba de la tormenta de la DANA, de las lluvias torrenciales que arrasaron barrios, desbordaron ríos y arruinaron vidas. Ahora las conversaciones giraban en torno a los nombres que habían salido a la luz, las pruebas que confirmaban lo que tantos sospechaban: la corrupción estaba en las entrañas del poder. Los responsables no solo se habían equivocado, habían mentido y robaron, y, finalmente, la justicia los alcanzaría.
Miquel miraba por la ventana, observando la luz que se colaba entre los edificios. Durante días había sentido como si fuera un espectador en su propia vida, como si la tormenta de la tragedia hubiera arrasado con todo, dejándole sin rumbo. Ahora, sin embargo, comenzaba a entender que aquello había sido solo el comienzo. El dolor de la pérdida, de la traición, de las vidas destrozadas, le seguía pesando en el corazón, pero su alma ya no estaba rota. Ahora sentía que algo más grande que él mismo le empujaba a seguir adelante.
Había algo que nunca dejaría de ser suyo: la necesidad de que la verdad se hiciera escuchar.
Se giró y vio a Clara, de pie a su lado. Había algo en su presencia que lo mantenía firme, algo en ella que lo conectaba con la realidad de todo lo que había estado perdiendo. Había sido su compañera en la oscuridad, su confidente, y ahora, algo más comenzaba a crecer entre ellos. Era cierto que había una historia que no estaba cerrada entre ellos, pero también lo era que el futuro se abría ante ellos de una manera que no habían previsto.
—Hoy es el día, ¿verdad? —preguntó Clara, mirando a Miquel con una seriedad que solo alguien que compartía tantas batallas podría tener.
—Hoy todo cambia. —Miquel sonrió, pero no era una sonrisa de alivio. Era la sonrisa de alguien que sabía que lo que iba a hacer marcaría un punto de no retorno.
València – 10:30 h
La Subdelegación del Gobierno estaba llena de gente, de cámaras, de gritos y de demandas. El escándalo había alcanzado su punto álgido. La ministra Maite Pérez ya había dado su último paso público, pero lo que quedaba por venir era aún más importante. Las pruebas de corrupción que habían salido a la luz eran solo el principio. Canós ya no podía esconderse, y la red que había construido a su alrededor, con el apoyo de tantos funcionarios corruptos, ahora estaba al borde del colapso. Pero para Miquel, el final del caso significaba algo más.
Sabía que el pueblo nunca olvidaría lo que había pasado. Había perdido a amigos, a compañeros, pero lo más doloroso era que la verdad aún no había tocado el fondo. Solo era el principio de una nueva lucha, un nuevo despertar de la conciencia colectiva.
En la sala de conferencias, las miradas de los periodistas se dirigieron hacia él. Miquel, junto a Clara y Maite, iba a ser el centro de la atención. Su rostro, ahora marcado por las cicatrices de todo lo vivido, estaba tranquilo, resuelto. No era el mismo hombre que había llegado a València meses atrás. La tormenta lo había transformado, y ahora sabía quién era realmente.
Clara le dio un leve toque en el brazo, como si supiera lo que él estaba pensando.
—Es tu momento, Miquel.
Miquel asintió sin decir nada. Se acercó al atril, frente a los micrófonos que capturaban cada palabra, cada gesto. Los periodistas esperaban en silencio. Sabían que lo que Miquel iba a decir era lo que realmente importaba. La verdad detrás de los escándalos, los nombres, los vínculos, todo lo que había permanecido oculto durante tanto tiempo.
—Hoy, el pueblo valenciano sabe la verdad —comenzó Miquel, su voz firme y clara, como nunca antes—. Hemos pasado por mucho. Hemos perdido vidas, hemos perdido confianza, pero lo que no hemos perdido es nuestra dignidad. Y no podemos dejar que la corrupción siga pudriendo todo lo que hemos construido. Los que pensaron que el silencio los protegería, ahora saben que la verdad nunca calla.
Pausó por un momento, mirando a la multitud que lo observaba, con la sensación de que ya no era solo Miquel Cervera, el auditor, el hombre que había sido testigo de la tragedia. Ahora, era un portavoz de la justicia. De la resistencia.
—Hoy, el presidente Canós y todos los que le rodean no son más que una parte de la historia de la vergüenza que hemos vivido. Pero esto no es solo un final. Es un comienzo. Si no tomamos este momento como una oportunidad para reformar lo que está roto, para reconstruir desde las cenizas, no habremos aprendido nada.
Las palabras de Miquel resonaron en las paredes del auditorio, como un faro que iluminaba todo lo que se había perdido. No era solo el cierre de un caso. Era la apertura de una nueva era de transparencia, de justicia. Y él, Miquel, estaba decidido a ser el motor de esa revolución.
Cuando Miquel terminó de hablar, el silencio en la sala era casi palpable. Nadie se atrevía a romperlo. La verdad había quedado dicha, pero había algo en el aire, algo que no se había resuelto por completo.
El teléfono de Miquel vibró con fuerza, rompiendo la quietud. Miró la pantalla. Era un mensaje de Maite Pérez.
"Tenemos un nuevo caso. Y esta vez, los involucrados son mucho más poderosos. Prepárate."
Miquel guardó el teléfono en su bolsillo sin decir una palabra. Clara lo miró, y en sus ojos brillaba la misma determinación que él sentía en su pecho.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Clara, su voz baja, casi como si estuviera preparándose para lo que vendría.
—Lo que siempre hemos hecho —respondió Miquel, con una sonrisa sutil—. Luchar por la verdad. Y no dejar que el silencio nos derrote.