La confesión de Helena, el eco de sus palabras
—Estoy enferma, Davi. Muy enferma. Siento que el tiempo se me agota— resonaba en la mente de Davi con una brutalidad que lo dejaba sin aliento. Se había enterado de su enfermedad por Arianne, la había observado debilitarse, pero escuchar la verdad directamente de sus labios, sentir la fragilidad de su cuerpo contra el suyo, la desesperación en su voz, era infinitamente más devastador. Era como si un martillo hubiera golpeado directamente en lo más profundo de su pecho, destrozando no solo su plan, sino algo mucho más íntimo: su propio corazón.
En ese instante, mientras la sostenía en sus brazos, llorando desconsoladamente en la cancha de bádminton, Davi lo supo. La verdad se le reveló con una claridad cegadora y dolorosa. Se había enamorado de ella. No por su fortuna, ni por su estatus, ni por el retorcido plan de Arianne. Se había enamorado de su espíritu indomable, de su valor para seguir luchando contra la enfermedad que la consumía, de su risa suave, de su curiosidad genuina, de la nobleza que emanaba de cada uno de sus gestos. Se había enamorado de Helena, la mujer, no del objetivo.
La culpa lo asfixiaba, una soga invisible apretándose alrededor de su cuello. La idea de traicionar a esta mujer, a quien ahora veía con una mezcla de amor y dolor, le revolvía el estómago. Cada palabra que había pronunciado, cada sonrisa forzada, cada acercamiento calculado, se sentía como una traición vil y despreciable. ¿Cómo podría, después de haberla visto tan vulnerable, después de haberla sostenido mientras lloraba, seguir adelante con la farsa? Era un monstruo. Se sentía como un monstruo.
Regresó a casa esa noche, sintiendo el peso de un cadáver en su alma. Arianne lo esperaba, ansiosa.
–¿Y bien?– preguntó Arianne, sus ojos fijos en él, buscando una señal de progreso. –Hoy estuvo muy mal en la cancha. ¿Aprovechaste la oportunidad?–
Davi apenas podía mirarla. –Helena... me confesó que está enferma. Terminal. No puedo, Arianne. No puedo hacerle esto. Es inhumano– . Su voz era un susurro ronco, lleno de agonía.
El rostro de Arianne se endureció. –¡No puedes, Davi! ¡No tenemos esa opción! ¿Olvidaste a Evandro? ¿La factura? ¡Si te echas atrás ahora, estaremos muertos! ¡Los dos! ¡Y la muerte de tu padre no habrá servido de nada! ¡Esto es por supervivencia, no por sentimentalismos baratos!–
La discusión se prolongó, una batalla entre la moralidad de Davi y la desesperación de Arianne, que no veía más allá de la amenaza inminente de Evandro. Pero mientras ellos discutían, la sombra del lobo ya había vuelto a atacar.
Esa misma noche, en la imponente hacienda de Erluce Fontana, un paquete anónimo fue dejado en la entrada principal, envuelto en papel oscuro sin remitente. La seguridad de la hacienda, ya reforzada por las órdenes de Erluce, detectó la anomalía, pero el contenido era inofensivo en apariencia. No explosivos, no veneno. Solo un paquete.
Cuando Erluce lo abrió, su rostro, normalmente impasible, se contrajo en una mueca de horror y furia contenida. Dentro había un juego de fotografías. Fotos de Helena. No las fotos glamorosas de revistas o eventos sociales. Eran fotos de Helena en sus momentos más débiles: tosiendo en la cancha, pálida y apoyada en Davi, con una expresión de dolor en su rostro, su fragilidad expuesta sin piedad. Una de las fotos era particularmente perturbadora: Helena en una silla de ruedas, su cabeza recostada, tomada sin duda en la entrada de alguna clínica.
Y junto a las fotos, un sobre. Dentro, un informe médico. Confidencial. Sumamente confidencial. Con los sellos de los médicos y el hospital donde Helena recibía tratamiento. Detalles sobre su diagnóstico, su pronóstico, la progresión de su enfermedad. Información que solo el círculo más íntimo de la familia y el personal médico conocían.
Debajo de todo, una nota. Escrita a máquina, sin huellas dactilares, sin pistas. Solo unas pocas palabras, frías y cortantes:
–La salud de los suyos es tan frágil como la de sus negocios. Una deuda, por pequeña que sea, siempre se salda. El tiempo es un lujo que no todos pueden permitirse. Sobre todo, si la 'inversión' es demasiado valiosa. Cuidado con los 'accidentes'. Salde la deuda. O la próxima 'enfermedad' no será natural–
La garganta de Erluce se cerró. No era una amenaza vaga; era una declaración de guerra. El mensaje era cristalino: la vida de Helena, su hija, su mayor debilidad, estaba en la mira. Y lo que era aún más aterrador, Evandro tenía información interna. Alguien en su círculo de confianza, o en el hospital, o incluso en su propia empresa, estaba trabajando para él. La familia Fontana estaba comprometida desde dentro.
Erluce apretó la mandíbula, sus ojos brillaron con una mezcla de miedo y una furia helada. Se levantó, el informe médico y las fotos arrugadas en su puño.
–Miguel– su voz era baja, pero tan cortante como el cristal roto. –Quiero que cada persona que ha estado en contacto con Helena, cada empleado, cada médico, cada enfermera, sea investigado. Quiero saber quién ha filtrado esta información. Y quiero que Davi Silva sea vigilado. Con discreción, pero con atención. ¿Quién es este Evandro? ¿Y por qué tiene la mirada puesta en mi hija?–
La sombra del lobo ya no era una vaga inquietud. Era una presencia palpable, una amenaza directa a la vida de Helena. Y en medio de todo, Davi, con el corazón roto, se encontró atrapado en un juego de vida o muerte, donde el amor y la traición se habían entrelazado de la manera más cruel e imaginable...