El rey de las nubes

Amigos invencibles

Apenas habíamos salido del pueblo. El viaje en carretera hasta la ciudad fue corto gracias a la alta velocidad en la que conducía Tony. Sin embargo, el tráfico nos redujo dicha prisa y fue cuando el ambiente se tornó más ameno, en el instante en que los tres empezaron a relatar vivencias pasadas. Yo simplemente les escuchaba hablar y hablar entre las filas de carros y los semáforos tentando contra nosotros.

De entre todo, conversaban sobre reuniones, fiestas y momentos embarazosos de todos sus amigos. Me percataba cómo no surgía ninguna conversación verdaderamente profunda entre ellos. Digo, no parecían ser el tipo de grupo por el que se confesaban secretos, tristezas, sueños o metas. Me causaba algo de pena, sobre todo porque me hacía recordar aquellos tiempos del pasado. 

En un momento, mi nombre salió a relucir y me fijé en los ojos de Tony, que me veían, desde el retrovisor.

—Perdón, no escuché —dije, comenzando a frotar las yemas de mis dedos entre sí.

—Andrés me estaba contando cómo te conoció. Fue en la universidad, ¿no?

—Ah, sí, así mismo —di un resoplido mientras hacía memoria—. Al principio de la carrera no nos hablábamos, pero ya mucho después nos juntamos por un amigo en común.

—Sí, eso me dijo —tardó unos segundos para soltar una pequeña risa y continuar—. Yo también quiero estudiar algo, pero ni siquiera se me ocurre algo en lo que pueda ser bueno.

—Eres bueno con las relaciones públicas, por eso es que trabajas con tu papá, amor —pude escuchar finalmente la voz de Sofía, entre tecleos de su celular—. Pero como tú dices, solo lo haces por eso. Igual nos sirve para estar cómodos, mientras te pague, eso sí —al terminar de hablar, se colocó unos audífonos y se acomodó en su asiento.

Él negó con la cabeza e hizo una mueca de desagrado, para mí dio a entender mucho con eso. El silencio no duró pues Andrés me nombró junto con un suave golpe en el brazo, alejando mi vista del pavimento húmedo por la corta llovizna de hace minutos. Me preguntó si era un buen momento para que le empezara a contar, y le dije que estaba bien.

Comencé la historia desde el punto que creí importante: cómo conocí a Elvis. «¿De verdad es necesario?», preguntó con una corta risa. Asentí. Sin venir a cuento, Tony aclaró su garganta y nos dijo:

—Muchachos, no voy a poder evitar escuchar. Mi mayor secreto es que no puedo contra el chisme, mucho menos en un espacio cerrado. ¿Te molesta, Teo?

Cubriéndome la boca para no soltar una carcajada, le dije que estaba bien. Sin embargo, me preocupaba más bien la presencia de Sofía, pero mientras estuviese escuchando música, no habría gran problema.

Comencé a contarlo todo, desde que conocí a Elvis. Éramos tan pequeños; risueños y con el cabello como nuestras almas, lleno de vida. Corríamos por las calles del pueblo, bailábamos bajo la lluvia y nos enfermábamos juntos por eso. Siempre jugábamos a la pelota, a Elvis le gustaba mucho el fútbol, aunque a mí no tanto. Al escondite y también armábamos barcos de papel para verlos batallar en el lavabo de mi casa.

Yo siempre fui muy alegre a su lado, algo que no lograba hacer con ningún otro niño o niña. Por alguna razón, siempre me hacían un lado. Por eso me aferré como pude a su amistad, crear ese vínculo con él adquirió para mí una gran importancia, y todos los días agradezco esa ocasión en que se me acercó en el recreo, en primer grado, cuando le conocí. Los días de clase ya no eran largos, tediosos y atemorizantes. Con él, eran días cortos, pero divertidos.

A medida que pasábamos de año y crecíamos, nos volvíamos invencibles. No importaba cuántos niños me hablaran feo, me empujaran o intimidaran por mi forma de comportarme, Elvis estaba allí para mí y se enfrentaba a todos. Hasta a los animales. Como cuando en cuarto grado, Elvis y yo salimos de la escuela corriendo, jugando a las atrapadas. En una esquina, un perro grande me acorraló y me asusté tanto que empecé a llorar. Elvis intentó espantarlo pero el perro le mordió el tobillo. Por suerte, varios adultos de por allí nos ayudaron e hicieron que el perro se largara. A partir de ese momento, a ambos nos asuntan los perros grandes.

También, una vez en sexto grado, al salir de la escuela, íbamos caminando a mi casa. Me encantaba que después de un día largo de aprender sobre divisiones y fotosíntesis, nos acostáramos en mi cama a imaginarnos como piratas o estrellas de la música.

No obstante, ese día varios de nuestros compañeros andaban con otros niños más grandes. Eran demasiados solo contra nosotros dos. Bueno, contra Elvis, porque siempre fui un cobarde quien no aprendió a defenderse.

Venían persiguiéndonos por varias cuadras. A Elvis se le ocurrió desviarnos hasta llegar al parque cerca de su casa y, sin avisar, uno de los niños me empujó fuerte e hizo que me cayera y fracturara el pulgar. Lloré, como siempre. Y Elvis, él solo, comenzó a lanzar puños y patadas contra todos los que pudo. No le importó tamaño ni contextura, golpeaba sin piedad.

Obviamente no salió bien parado, eran más contra él, y también recibió empujones y varias heridas físicas. Por fortuna, varios adultos presentes en los alrededores detuvieron el intento de masacre a Elvis, y no le hicieron un daño mayor. Todos se dispersaron, los adultos intentaron conseguirnos ayuda. Me tambaleé junto a él, sollozando de angustia. Me dijo: «Deja de llorar, si lo haces, nos golpearán otra vez. ¡No llores más, Teo!». No creo que se diera cuenta, pero él también estaba llorando.

Creo que el modo en que sentía mi relación con él cambió desde ese día. No estoy seguro pero supongo que tendría entre once y doce años. Ya contaba con la visión del mundo de un adolescente. Con el paso de los días, las semanas y los meses me daba cuenta de ello. No dejaba de ser confuso, eso estaba claro. Dudaba incluso si estaba caminando correctamente. Pero para mí, lo más extraño fue nuestro paso al liceo. Era nuestro mismo colegio, pero como si fuera otra dimensión.



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En el texto hay: juvenil, romance, lgbt

Editado: 22.05.2024

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