El secreto de la princesa -parte tres-

Parte cuatro: Úrsula en el palacio Real

―Buenas tardes, buena señora ―dijo Eugenio―. El rey acaba de salir, tendrá que volver más tarde.

―¿Qué te pasa? ―dijo el Guiller―. La pobre señora vive bastante lejos. Cómo se te ocurre regresarla. Señora Grettel, pase por favor.

Eugenio habló al oído del soldado Platas.

―No estamos autorizados para dejar pasar a nadie. Guiller…

―No seas idiota, ella es la señora Grettel, todo mundo la conoce en el reino. Además, si te diste cuenta, el rey me llamó a la ventanilla para decirme que ella no tardaba en llegar y que la dejáramos pasar. Que no le pusiéramos ninguna resistencia. Allá tú si quieres contradecir al rey Albert.

Y diciendo esto se dirigió a la mujer.

―Disculpe, señora, mi amigo Eugenio es nuevo y no desea dejarla entrar.

―¿Qué? ―respondió ofendida la mujer―. ¿Así es como los buenos soldados del rey tratan a una dama? Esto lo sabrá Albert cuando lo vea. Y usted, jovencito ―se dirigió a Eugenio― vaya preparándose para ser despedido. Buen día.

Hizo como que se iba muy indignada, jalando al precioso corcel negro.

―Espere ―dijo Eugenio asustado―. Mi compañero Guillermo tiene razón, puede pasar y esperarlo en el palacio. Adelante, no hay ningún problema, de verdad.

Úrsula, aún de espaldas, sonrió satisfecha. Se dio media vuelta y le entregó la soga de Relámpago Negro al Guiller.

―Te encargo mi caballo, buen muchacho.

Entonces entró y le dirigió una mirada fría a Eugenio, que se mostró apenado, agachando la cabeza.

Úrsula avanzó hacia las  escaleras con aire autosuficiente. Subió con tranquilidad, disfrutando cada escalón como si fuera un triunfo anhelado. Se impresionó de la magnífica construcción, de las altas columnas y la enorme puerta de entrada. Sintió las miradas de los soldados que la vigilaban. Pero ella se sentía como en su casa, pues su seguridad no dependía su exterior, sino su interior. Y sentía que todo estaba saliendo a pedir de boca.

Llamó a la puerta.

―Buenas tardes ―saludó Patty.

―Hola, niña. Soy Úrsula y tengo una cita con el rey, con permiso ―dijo y entró sin que la muchacha pudiera evitarlo. Caminó a toda prisa hasta la sala y se sentó. Patty la alcanzó y le dijo con la respiración agitada:

―Camina muy rápido, señora. El rey acaba de salir.

―Lo sé, querida. En realidad me gustaría hablar con la princesa Gisselle. Llámala. Dile que su tía Úrsula de los Monteros está aquí.

Así lo dijo, sin ningún temor.

―Usted no es bienvenida en este hogar ―se oyó la voz de Gloriett, vigorosa y firme, que bajaba las escaleras como un pavorreal furioso―. Patty, vaya a la cocina, por nada del mundo llame a la princesa.

―Como usted diga, señora Gloriett ―respondió Patty y se marchó asustada.

Úrsula se puso de pie y cuando Gloriett bajó, se miraron frente a frente.

―Creo que no tengo el gusto de conocerla, amabilísima señora…

Pero Gloriett no dijo su nombre.

―Váyase ahora mismo o llamo a los soldados. Si usted es quien dice ser, lárguese inmediatamente.

―No veo por qué deba obedecerla. ¿Quién es usted? ―dijo en tono desafiante Úrsula.

―Eso no le importa ―contestó altanera Gloriett.

―Mira, anciana ―dijo Úrsula muy campante―, no sé quién seas, pero es lo de menos. Llama a la princesa o subo yo misma a su alcoba.

―No se atreva porque le va a pesar ―dijo Gloriett en tono amenazante.

Entonces ocurrió lo inesperado, Úrsula comenzó a gritar:

―¡Gisselle! ¡Querida Gisselle! Hola. Sobrina querida, soy la tía Úrsula…

―¡Silencio! ―acalló la nana de la princesa―, qué le pasa, sinvergüenza. Cree que no sé qué usted asesinó a la madre de Gisselle. Así es, el señor Albert me ha puesto al tanto de todo.

Aquello no pareció inquietar a Úrsula.

―Veo que no le informó toda la verdad. Albert está muy equivocado respecto a mí, pero hoy mismo aclararemos las cosas. Hoy, cuando lo vea.

―Usted no verá a nadie porque ahora mismo se marchará. Hágalo por las buenas… No, mejor llamaré a los guardias en este momento. No sé cómo entró, pero ahora mismo la detendrán.

―Tú no vas a ninguna parte, anciana ―y Úrsula la tomó de un brazo con mucha fuerza.

Gloriett sintió que le rompía sus añejos huesos.

―¡Suélteme, quién se ha creído! ―gritó eufórica la nana.

―¿Qué pasa aquí? ―preguntó Gisselle. Estaba en la segunda planta, mirando desde la barandilla de madera.

―¿Gisselle Madrid? Eres el mismo reflejo de tu madre Christie ―se adelantó a decir Úrsula con una ternura inusitada en la voz y soltó a la pobre anciana.

Aquellas palabras desconcertaron a la princesa.

―¿Cómo dice? ¿Usted conoció a mi madre? ―preguntó muy interesada la muchacha, olvidando a su pobre nana.




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