— Yo tengo mis propios sirvientes, no necesito tu ayuda.
La joven dio un paso adelante con decisión.
— Aun así, espero poder complacerle —dijo, y mientras movía los dedos con rapidez desató el cordón del escote; el vestido cayó casi sin ruido sobre la alfombra de pelo. La muchacha permaneció completamente desnuda y no se mostró avergonzada. Al contrario, como orgullosa, levantó la cabeza con altivez, exhibiendo sus encantos. Anvar recorrió con la mirada la figura esbelta. Sabía que esos regalos no se ofrecían sin motivo. El hombre frunció el ceño con ira. ¿Acaso creían que, mandándole una concubina, le obligarían a firmar el contrato?
Mientras Anvar vagaba en sus pensamientos, la joven ya se había acercado y empezó a tocar con descaro el jubón. El rey atrapó sus delicados dedos, sin permitir que desabrochara el botón.
— Te lo dije: no necesito de tus atenciones. Vístete y vete de aquí.
La apartó con desdén de su jubón, como a una apestada. La muchacha se quedó en el sitio y no se apresuró a obedecer. En las comisuras de sus ojos, comenzaron a formarse lágrimas.
— ¡Pero, Su Majestad! ¿Acaso no le he gustado? Diga lo que quiera y cumpliré cualquier deseo.
— ¿Cualquier deseo, dices? —Anvar se rascó la barba pensativo—. Ya te he pedido que abandones mis aposentos.
— ¿Pero por qué? No lo entiendo.
— No te debo ninguna explicación. Déjame.
El hombre se volvió deliberadamente hacia la ventana, más allá de la cual se escondía la oscuridad. Ni él mismo comprendía por qué no lograba olvidar a Ayne ni hallar consuelo en los brazos de otra. Se había ordenado muchas veces arrancar a la traidora de su corazón, pero todos los intentos fueron en vano. A cada una la comparaba con Ayne, y cada una palidecía a su lado. Seguía fiel a una mujer que no lo merecía.
La concubina cogió el vestido y lo apretó contra el pecho, pero no se lo puso de inmediato. Las lágrimas rodaban por sus mejillas:
— Le ruego, no me eche. Permítame quedarme esta noche. No molestaré; dormiré en silencio junto a la puerta. Sálveme del castigo.
— ¿Qué castigo? —preguntó él.
— Me advirtieron que, si no consigo complacerle, si no logro darle placer o si usted me desatiende, seré castigada.
Anvar se sorprendió de esa orden. No entendía por qué alguien se preocupaba tanto por su entretenimiento. Frunció el ceño con ira:
— ¿Quién te ordenó que me consolases?
Tras vacilar un poco, la joven confesó:
— Su Alteza, la reina Aineria.
Anvar se sintió como golpeado en la nuca con la maza. Esas palabras se clavaron en su pecho y lo destrozaron en pedazos. Aineria, decía. Ayne —y hasta entonces él casi no dudaba de que ella había ocupado el lugar de reina— la había entregado con facilidad a otra mujer. De la rabia apretó los puños. ¿Desea ella que yo preste atención a una concubina? Pues bien, así lo hará. Miró a la joven como un gato mira la nata y sonrió con satisfacción.
Aineria estaba sentada en el banco mientras una doncella le peinaba despacio el cabello. La reina esperaba la llegada de Derek, por lo que, a pesar de la hora avanzada, no se apresuraba a quitarse el vestido. Al ilusionista le resultaba difícil mantener la apariencia, así que por la noche le devolvía a la joven su aspecto, y durante ese tiempo su magia se recuperaba.
Se oyó alboroto junto a la puerta. Aineria escuchó y reconoció voces de hombres. El corazón de la joven latió con fuerza, porque sabía a quién pertenecían aquellas palabras:
— ¡Déjenme pasar de inmediato a los aposentos, vengo por un asunto urgente! Les recomiendo encarecidamente que no me enfaden, o me veré obligado a usar la fuerza y a arrasar todo lo que haya alrededor.
Aineria no entendía la razón del enojo de Anvar. Para evitar que hiciera un desastre, se apresuró a abrir ella misma la puerta. Ante sus ojos se desplegó una escena elocuente. El rey de Flamaría sujetaba por el cuello a un guardia pálido. Aineria frunció el ceño con severidad:
— ¿Qué sucede, Anvar? ¿Por qué tanto alboroto?
— ¿Y aún preguntas? —el hombre soltó al guardia, pero sus ojos ardían de ira—. ¿Lo dejarás pasar a los aposentos o arreglamos cuentas aquí?
— Entra, por favor; no hace falta cerrar y armar tal estruendo.
Aineria se hizo a un lado. Se extrañó cuando Anvar entró en la habitación no solo, sino acompañado de una muchacha. Su acompañante vestía de forma llamativa y el vestido mostraba en exceso sus encantos. La desconocida permanecía junto a la puerta, con la cabeza gacha. Los celos rasgaron el pecho de Aineria al verlos juntos. La puerta se cerró y Anvar rugió como una bestia hambrienta:
— ¿Qué pretendes? ¿Crees que perderé la cabeza por una concubina y firmaré todo lo que quieras? No habrá paz; continuamos la guerra y esta vez mis tropas aplastarán las tuyas, y anexaré a Flamaría toda Dalmaría.
Los ojos del hombre se llenaron de cólera y parecía no saber lo que decía. Aineria entrelazó los dedos y los colocó sobre su vientre:
— ¿Podrías explicarlo con calma, en vez de amenazar con castigar a mis guardias y con una guerra sangrienta contra mí?
— No finjas que no estás implicada en todo esto. Me mandaste a una concubina. ¿Para qué, Ayne? Con eso solo subrayas tu indiferencia hacia mí.
— ¿Qué concubina? Yo no envié a nadie —dijo Aineria, y al pronunciarlo comprendió que la había llamado Ayne. Un escalofrío recorrió su espalda. Él lo sabía. Todo aquel mascarada no había servido para engañar a Anvar. Aunque ella esperaba que él no estuviera seguro y solo expresara sus sospechas.
Editado: 19.09.2025