PRÓLOGO
Era un viernes de otoño, ellos se encontraban detrás de la escuela. A las doce de la noche, un frío les acalambraba el cuerpo. Pero aun así se quedaron ahí, cada quien con una vela en la mano. Solo seis chicos a punto de trazar su destino. Un destino incierto que ninguno pensaba que se volvería la pesadilla entera de su existencia.
Se podía escuchar el sonido de las hojas, y los árboles movidos por el viento; el canto de un grillo y los ladridos de los perros callejeros.
Manuel demostraba una calma perturbadora, ninguno de ellos podía encontrar sosiego, solo él.
—Muéstrenme sus manos —dijo Lisa, le quitó la navaja de la mano a Manuel—. Pasaré por cada uno de ustedes y ya saben lo que se supone les haré.
Su voz sonaba frágil, pero sus movimientos seguros. Solo ella era consciente de lo que representaba todo aquello, dentro de ella había un manojo de nervios, y confusiones que se rehusaba a mostrar, su mirada también reflejaba inquietud pero se oponía a semejante sentimiento.
—Daré comienzo a la ley del juego. —Inició hablando Lisa.
Se plantó frente a ellos, con su voz titubeante, por el frío de media noche, recitó lo que ese juego estableció.
—Este será el juego que jugaremos durante toda la vida, lo mantendremos para siempre, a prueba de y contra todo. Nos protegeremos, caeremos juntos de ser necesario. No hay marcha atrás luego de que la navaja toque sus manos y la sangre se comience a verter. Sellaremos un pacto que establecerá el inicio de un grupo y fin de lo que somos... un secreto por otro secreto. No contaremos nada fuera de aquí. La ruleta girará y haremos lo que pida. —En ese momento se le cayó la navaja al suelo y la brisa sopló muy fuerte, se agachó un poco y la volvió a sostener en su mano—. Los secretos se callan y las verdades se omiten. —Todos tenían caras de terror y un gran silencio se apoderó del lugar.
—¡Sus caras son graciosas! —exclamó Mathius entre carcajadas.
Su apariencia de chico listo y fuerte, estaba a punto de cambiar aquella noche. No había creído en el “tonto” discurso de Lisa, y aunque sus compañeros lo colocaban en duda, él estaba seguro de que no eran más que patrañas.
—¡Vamos, chicos! ¿No creerán eso en realidad? Solo es un tonto juego, para “ser mejores amigos por siempre”—Simuló las comillas con sus dedos, acompañado de una voz burlona—. A ver, dame esa navaja—Hizo un gemido de dolor al cortarse la mano y sobre el pequeño circulo de madera vertió su sangre—. ¿Quién sigue?
De inmediato, Tim, Julián y Manuel hicieron lo mismo, todos con la misma rapidez, menos Sebastián, quien aún era el único con la navaja en la mano mirándola fijamente. Todos cortaron su mano, pero el único que dudó de aquel juego fue él, siendo el último en verter su sangre en la ruleta.