Regresamos a casa del Doctor Méndez ya tarde. En la radio que trae puesta el padre de Matt en el auto dicen que faltan diez minutos para las dos de la mañana. Estoy muerto, lo único que quiero en este momento es besar a mi novia y luego dormirme entre sus brazos hasta mañana. Por hoy ha sido tanta información para mí cerebro que siento que ya hasta se tostó.
El Doctor Méndez me pide que le cuente sobre cómo conocí a Matt y como me enamoré de ella. Dudo un poco, no tanto por mí, sino porque quizás ella no quiera que su papá sepa algunas cosas sobre lo que ha pasado entre nosotros. Me toma un poco de tiempo idear cómo debería de condensar todos estos años de “es complicado” de modo que su padre no me mate.
—Ella era amiga de mi hermana y mi compañera de clase. Solía recogerlas a ambas en el complejo para llevarlas a mí casa en donde practicaban francés el resto de la tarde. Me gustaron sus caderas y la forma en que se mordía el dedo cada vez que mi auto pasaba por un túmulo y toda la carrocería retumbaba.
Suspiro. El padre de Matt me mira a través del retrovisor, pidiéndome que continúe.
—Mi abuelo siempre dijo que eligiera una mujer con caderas grandes. Pensaba que solo una mujer así podía dar a luz hijos sanos. Lo demás fue el destino —finalizo, es todo lo que el papá de Matt debe saber y es lo único que en realidad sé yo.
Llegamos al porche delantero de la casa tipo canadiense parecida a las demás del barrio caro en donde vive el Doctor Méndez y su otra familia. Baja del auto y me sonríe.
—Busque su auto, ahora nos vamos de putas, muchacho. Yo invito, es su despedida de soltero.
—¡¿Qué?! —exclamo bastante sorprendido por su proposición descabellada—. Doctor, yo creo que mejor lo dejamos para otro día. Quiero decir no traigo un centavo y…
—Vamos, yo invito, Renault. Mi hija no tiene que saberlo, son cosas de hombres.
Dudo sobre la forma en que puedo negarme sin ofender o quedar como un maricón. Estuve allí suficientes veces en mi vida como para saber que ahí no hay nada que yo pueda desear a estas alturas.
—Mejor no, Doctor. Quiero decir, estoy cansado. Además, necesito hablar con Matt.
Sacude la cabeza. Se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de cinco quetzales. Con eso creo que ni las fulanas del parque nos darían las buenas noches.
—El café en la gasolinera cuesta cinco quetzales, Renault. Vaya y pida uno bien cargado y conduzca derecho a su casa; el café lo mantendrá despierto toda la noche para que piense en lo que le voy a decir a continuación: Está aprobado, por el momento al menos. Le hice esta misma proposición al otro que me trajo Mattilda hace unos años. El tipo no dudó en aceptar mi invitación y hasta en sugerirme una barra show a donde podíamos ir. Tal parece que era cliente asiduo del Cumbala.
—¡¿A Josué?! —balbuceo, incrédulo, pensando en que quizá Matt tuvo otro prometido de quien nunca me habló ya que el Josué o Josh como ella le decía, con quién se iba casar hace un tiempo no suena como el tipo de hombre que hacía esas cosas; más bien a que era casi tan mojigato como un cura.
Se cruza de brazos.
—Sé que mi hija no es una monja; soy consciente que se ha metido con muchos tipos de dudosa procedencia, incluyendo un hombre casado, pero novios, novios, solo me ha presentado a dos en toda su vida; al colocho encogido* y a usted, Renault.
Abro la boca para cantar como un canario. He llegado a la conclusión de que en honor a todo lo que ese hombre me ha confiado esta noche lo mejor es advertirle del peligro que corre su hija, quizás a la larga él puede hacer más para protegerla que yo.
Al terminar de hablar el padre de Matt se queda quieto mirando a la nada. Creo entenderlo en ese sentido. Yo me juré proteger a Bastian y fracasé de manera colosal; prometí también cuidar a la hija de mi hermana como una manera de saldar la deuda que tenía conmigo mismo por no haber podido cuidar a mi propio hijo, pero en el fondo sé que no podré guardarla de toda la maldad que hay en el mundo, que cosas como lo que le ha pasado a Matt o a mí mismo son reales y seguirán pasando hasta el final de los tiempos y Lizzie está expuesta como cualquier ser humano.
—Gracias por decirme, Renault. Sé que no soy quien y que no vale mucho para ustedes, pero si de algo les sirve, bendigo el amor que siente por mí hija.
Conduzco al departamento por la carretera. No tengo ganas de tomar el atajo, ya es tarde y temo que me asalten en ese camino despoblado. En la puerta trasera del almacén hay colgada una bolsa de nylon, adentro hay un montón de zacates y una candela negra. Esto ya no es normal y no es como que yo sea creyente de esas tonterías, pero que León hasta pagara un brujo es el colmo.
Miro hacia todos lados, creo ver un indigente escondido detrás de un carro pero al percatarse que yo lo he visto comienza a correr y se pierde en la noche. Tomo el auto. Necesito hablar con mí hermana sobre la confusión que siento en mí cabeza, la impotencia que me corroe al ser incapaz de protegerla a ella y a la mujer que amo.
Abro la puerta del zaguán para guardar el carro, creo que hice bien en aceptar un juego de llaves de la casa a mí hermana. Son las tres de la mañana, supongo que ella y Lizzie deben estar dormidas y no quiero molestarlas así que solo entro sin encender ninguna luz y alumbrando mi camino con el celular. Desde el zaguán se escucha el ruido de la televisión. Es raro que Violeta todavía esté despierta a esta hora. Me parece que está viendo una película de terror porque creo oír un grito y algunos aullidos en medio de una música de suspenso.