El Sello de Poder - Libro 5 de la Saga de Lug

CUARTA PARTE: Llewelyn - CAPÍTULO 42

—Sus progresos son notables— le comentó Merianis a Llewelyn mientras caminaban por la avenida principal de la ciudadela de las mitríades. Esta era ya su quinta visita a su querida hermana en el último mes.

—Siempre ha sido muy rápida para aprender— acordó él.

—Cada muestra de su poder es siempre constructiva.

—Eso es un alivio— opinó Llewelyn—. Aunque estoy de su lado en todo, siempre queda una pequeña duda que me carcome la mente.

—Las profecías suelen hacer eso— admitió Merianis—. ¡Oh, mirad! ¡Aquí llega ella! Os dejo solos, seguramente tendréis mucho de qué hablar.

—Gracias, Merianis—. Llewelyn se volvió hacia donde se suponía que venía Lyanna, pero solo vio a una mitríade que volaba hacia él. ¿Dónde estaba su hermana? Regresó su mirada hacia Merianis para preguntarle, pero la reina ya había entrado en su palacio y no le dio oportunidad.

—Hola, Llew— lo saludó la mitríade cuando estuvo a escasos dos metros de él.

—Hola, ¿has visto a Lyanna?— le preguntó él.

Ella rió con una risita cristalina y tintineante:

—¿No me reconoces?— inquirió con una sonrisa.

Llewelyn la observó más detenidamente, y le pareció que los rasgos, aunque más afinados y delicados, le eran familiares.

—Lo siento— se disculpó Llewelyn—, me parece que te he visto antes, pero no recuerdo tu nombre.

—¡Mi nombre es Lyanna, tonto!— rió ella, divertida

—¿Es esto una broma de mitríades?

Como respuesta a su pregunta, la mitríade cerró los ojos, y ante la mirada estupefacta de Llewelyn, su cuerpo comenzó a deformarse, a estirarse, a contraerse, a transformarse.

—¡¿Qué…?!— exclamó Llewelyn, dando dos pasos hacia atrás y posando la mano en la empuñadura de su espada.

Poco a poco, con la boca abierta de asombro, Llewelyn vio las alas de la mitríade plegándose y derritiéndose, vio el cabello creciendo largo y rubio, vio los ojos recuperando el color azul acuoso que le era familiar, vio las facciones del rostro de su hermana volver a la normalidad, vio su cuerpo transformado en el cuerpo de niña de once años que conocía.

—¡Ly! ¿Cómo…? ¿Qué…?— balbuceó, sorprendido más allá de la razón.

—Estoy experimentando con transformaciones en mi cuerpo— explicó ella, con el tono casual de alguien que comenta sobre una nueva receta de cocina que está probando.

—Ly, eso es increíble— la felicitó Llewelyn, pero en el fondo, sintió cierta aprensión, recordando las distintas formas en las que Lyanna era mostrada en la profecía. Que su hermana tuviera este nuevo poder, solo hacía más plausibles los temores de su padre.

—No te alegra, te preocupa— le dijo ella, leyendo en el acto sus emociones.

—Solo estoy sorprendido, es todo— se justificó su hermano.

Ella le dejó pasar la mentira.

—¿Cómo llegaste a desarrollar esta habilidad?— se interesó Llewelyn.

—Todo empezó con los guijarros.

—¿Los guijarros?— frunció el ceño él sin comprender.

—Ven, te mostraré— lo tomó ella de la mano, arrastrándolo hacia uno de los edificios donde estaba su habitación.

Al llegar al dormitorio, Lyanna le mostró su colección de guijarros, cuidadosamente ordenados sobre su mesita de noche. Lo que Llewelyn vio no eran guijarros sino rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas.

—¿Dónde encontraste todas estas piedras preciosas, Ly?

—No las encontré, Llew, la creé de los guijarros— explicó ella.

—¡Guau!— exclamó Llewelyn, que no encontró palabras más adecuadas para reaccionar. Lyanna había logrado transmutar materia sin la ayuda de ningún libro ni fórmula.

—¿Quieres que te muestre cómo lo hago?

—Me gustaría, sí— asintió su hermano—. ¿Necesitas un guijarro?

—No, los necesitaba al principio, pero ahora puedo hacerlo de la nada, mira—. Lyanna abrió su mano, concentró su mirada por un momento en su palma abierta e hizo aparecer un diamante.

—¿Es real?— vaciló él.

—Claro, tómalo— se lo ofreció ella.

Llewelyn tomó el pequeño diamante entre sus dedos, levantándolo hacia la luz y viéndola descomponerse en los colores del arco iris a través de sus pulidas facetas. Transmutar materia era una cosa, pero crearla de la nada era otra muy diferente. Llewelyn sabía que ni siquiera Govannon era capaz de una hazaña semejante. Le devolvió el diamante a su hermana.

—No, quédatelo, te lo regalo— le dijo ella.

—Gracias— dijo él y lo guardó en su bolsillo—. Así que… ¿Primero practicaste con los guijarros y luego decidiste probar con tu propio cuerpo?




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