El Sello: La Rebelión De Los Caídos

Capítulo 7: El Despertar de la Peste y Conquista

Año 9.595 N.E. (Continuando el viaje al Valle de los Reyes, días después)

La tregua con los tres Nephilim antiguos había sido tensa y breve. Tras el enfrentamiento y la sorprendente reacción de la vara de Mizarth –que ahora todos en el grupo comenzaban a llamar instintivamente la "Lanza", aunque aún desmontada–, los exiliados habían ofrecido, a regañadientes, unas escuetas indicaciones sobre la dirección general del Valle de los Reyes, más por un deseo de verlos partir que por genuina hospitalidad. Les advirtieron sobre otros peligros, sobre tierras malditas y guardianes aún más ancestrales, pero sus palabras eran crípticas, teñidas de una amargura y una resignación que helaban la sangre. El encuentro había dejado al cuarteto principal –Mizarth, Alcorth, Alice y Ëadrail– profundamente afectados, cada uno a su manera, conscientes de que su sangre "mestiza", como la habían llamado los Nephilim, los conectaba con un pasado y un poder que apenas comenzaban a vislumbrar.

La Cóndor, pilotada con pericia por Markethe, continuó su arduo avance hacia el este, siguiendo las nuevas y fragmentarias indicaciones. El paisaje se volvió progresivamente más extraño y desolador. Dejaron atrás las cumbres heladas para adentrarse en una serie de valles encajonados donde el aire era pesado y viciado, y una extraña neblina de un tono verdoso pálido se aferraba al suelo como un sudario. La vegetación, antes escasa pero resistente, ahora se mostraba raquítica, retorcida, con hojas de colores enfermizos y cortezas cubiertas de un moho antinatural. Un olor dulzón y nauseabundo flotaba en el ambiente, provocando una opresión en el pecho.

—Este lugar… no me gusta nada —murmuró Valend desde su puesto de observación en la nave, arrugando la nariz—. El aire es… malsano.
Miachyv, consultando los sensores ambientales de la nave, frunció el ceño. —Lecturas anómalas de toxinas atmosféricas y una disminución drástica de la bioenergía en la flora local. No es una contaminación industrial que conozcamos. Esto parece más… una corrupción de la propia tierra.
Decidieron aterrizar la Cóndor en el borde de uno de estos valles sombríos para investigar. La misión de encontrar a los antiguos era primordial, pero no podían ignorar una amenaza ambiental de tal magnitud si se extendía. Alice, con su experiencia en alquimia y su creciente sensibilidad a las energías vitales, fue la elección obvia para liderar un pequeño equipo de reconocimiento, acompañada por Ëadrail por su sigilo y capacidad de combate, y Ghon, cuya lealtad y valor lo convertían en un protector fiable.

Apenas hubieron descendido de la nave, protegidos por trajes ambientales ligeros con filtros de grafeno, la sensación de malestar se intensificó. El silencio era casi absoluto, неестественный. No había canto de pájaros, ni zumbido de insectos, solo el susurro del viento arrastrando hojas muertas. A medida que se adentraban en un bosquecillo de árboles esqueléticos, cuyas ramas parecían garras retorcidas suplicando al cielo, encontraron la fuente de la corrupción.

En el centro de un claro, un manantial que alguna vez debió ser de aguas cristalinas ahora borboteaba con un líquido negruzco y aceitoso, emanando los vapores tóxicos que impregnaban el valle. Alrededor del manantial, el suelo estaba cubierto de una alfombra de vegetación muerta y de los cadáveres de pequeños animales, sus cuerpos hinchados y cubiertos de pústulas verdosas.

—Esto es… una abominación —susurró Alice, sus ojos analíticos recorriendo la escena con una mezcla de horror científico y una profunda repulsión visceral. Tomó muestras del agua y del suelo, sus instrumentos portátiles zumbando mientras analizaban la composición.

Mientras Alice trabajaba, Ëadrail exploraba el perímetro del claro, sus movimientos silenciosos como los de un espectro. Fue él quien encontró al único superviviente: un joven ciervo, atrapado con una pata en una grieta de una roca, su pelaje apelmazado y deslucido, sus grandes ojos llenos de un terror febril. Respiraba con dificultad, y unas horribles manchas oscuras comenzaban a extenderse por su piel.
—Alice, ven rápido —la llamó con urgencia contenida.

Cuando Alice vio al animal moribundo, una oleada de compasión y una extraña resonancia la recorrieron. La marca en su pecho, aquella constelación rota de un amarillo enfermizo, pareció pulsar con una leve calidez.

Se arrodilló junto al ciervo, ignorando el hedor y el peligro. Sus análisis preliminares del agua del manantial indicaban una toxina de origen desconocido, increíblemente potente, que parecía atacar la energía vital a nivel celular, acelerando el decaimiento de una forma espantosa.
—No podemos salvarlo con los antídotos convencionales que tenemos —dijo, su voz teñida de frustración—. La toxina es demasiado agresiva. Se está… apagando desde dentro.

Mientras hablaba, una idea desesperada y aterradora comenzó a formarse en su mente. Aquel poder de drenaje que tanto temía, que había estado investigando en secreto… ¿Podría usarlo no para quitar, sino para transferir o limpiar? Era una locura, una perversión de su propia habilidad, pero la mirada de sufrimiento en los ojos del ciervo era insoportable.

Con una vacilación que le heló los huesos, extendió una mano hacia el animal. Cerró los ojos y se concentró, no en "tirar" de la energía vital, como había hecho en sus experimentos, sino en sentir la corrupción, la "peste" que consumía al ciervo. Imaginó esa energía tóxica como una mancha oscura, y luego, con un esfuerzo de voluntad que la dejó sin aliento, intentó "drenar" esa oscuridad, absorberla en sí misma, confiando en que su propia y extraña naturaleza podría, de alguna manera, neutralizarla o contenerla.
Sintió un frío glacial invadir su mano, subiendo por su brazo como una serpiente de hielo, seguido de una náusea abrumadora. Un sabor amargo, como a ceniza y metal oxidado, llenó su boca. Le costó cada gramo de su fuerza de voluntad no gritar, no apartar la mano. Ghon y Ëadrail la observaban con una mezcla de asombro y alarma, sin entender qué estaba haciendo.




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