Las primeras veces en mi vida que me llamaron raro, me causó gracia y reí con ganas. Luego no ponía más atención. Después, la sensación fue que me lo decían en serio.
Por eso lo que pasó no lo esperaba, mucho menos lo planeaba. Empecé con mi trabajo sólo pensando en que lo necesitaba si quería estudiar. La verdad es que no me preocupaba el tipo de trabajo que hacía, ningún trabajo sería lo que realmente quería hacer hasta que no estuviera recibido, así que daba igual. Noté al poco tiempo que cierta persona de la empresa parecía tener un poco de su atención puesta en mí. Mi primer pensamiento fue que tendría problemas.
Con más tiempo me di cuenta que ese pensamiento podría estar errado. En cambio, presentí algo agradable.
Se hizo imposible que no comenzara a buscar y notar detalles. Aunque casi siempre me sentía tonto en esas situaciones; él tenía más edad que yo, una notable diferencia que seguro también se reflejaba en la madures, experiencia y en la vida ya hecha.
Pero él me miraba, sonreía, mostrando una suave cortesía como si temiera espantarme. Y yo volvía a mi casa todos los días un tanto sonriendo y un tanto preocupado de estar imaginándolo.
Cuando empezó a hablarme no tuve dudas que tenía algo especial, algo libre de maldad. Las personas de su edad cargan con cierto rastro negativo, ya sea egoísmo, presunción, codicia, hipocresía, etc. Él parecía ajeno. Cuanto más me hablaba y más intentaba mantener mi atención, más seguro estaba.
Inevitablemente me gustaba.
La diferencia de edad me inquietaba y a la vez me aceleraba el pulso. No sabía qué hacer. En el trabajo hacía de cuenta que no notaba nada.
Me quedaba todo el tiempo que me era posible cerca de la máquina de café, a sabiendas que era el único lugar donde tenía la oportunidad de que me hablara. Cada vez me era más difícil disimular mi interés, insostenible cuando el suyo se hacía evidente.
Medité y luego decidí correr el riesgo. Creí que tendría que tomar coraje, ir preparado un día con la mente bien enfocada, pero no hizo falta. Uno de esos días donde la obviedad de su interés y la inmensidad del mío coordinaron en el momento más oportuno, dejé de disimular, tan simple como eso.
La primera vez que salimos fui convencido de que yo no tenía nada más que ofrecerle que una noche de pasión... o varias, si todo salía bien. Y pensaba también que él no tendría otro interés. Parecía sencillo, sería, en el mejor de los casos, una relación puramente sexual que ambos disfrutaríamos.
Pero las cosas fueron más lejos, a un punto inesperado e inimaginable. Había un peculiar entendimiento, una extraña conexión, una cautivadora atracción, una incomprensible confianza. Algo que me decía que mi vida cambiaría a partir de él.
Y me sentí perdidamente enamorado. Sentí que nos correspondíamos en vida misma.
Todo mi mundo pasó a ser él.
Para mí, pasó a ser un hecho real que nuestras vidas se harían una. Indiscutible e indudable.
Sabía que era mutuo, pero él era un tanto tímido. Actuaba y hablaba con cuidado. Y yo lo dejaba ser, aunque moría por decir muchas cosas y expresar tantas otras. Esperaba paciente y seguro, a que le fuera tan innegable como a mí que estaríamos juntos toda la vida.