El Tren

V

Con el paso de los días la situación de su madre se agravió como nunca lo había hecho. Una noche de junio -o quizás de julio- a llegar del trabajo se encontró con su hermana en el sofá de la sala en una posición de preocupación y pensamientos profundos. Al preguntarle qué le pasaba, Laura se puso de pie y, colocando sus manos en los hombros de Miguel en un intento de que se tomara con calma aquella mala noticia, le dijo que había tenido que ir al hospital de urgencias con su madre y que la había tenido que dejar allí hospitalizada.

Aquella tarde, mientras su sobrino pasaba tiempo con el padre (de vez en cuando él se lo llevaba durante largos periodos porque, desde que Miguel trabajaba, Laura necesitaba quien cuidara de él. Además, ella llevaba una relación amistosa con su ex, él padre de su hijo, según ambos habían decidido llevar la fiesta en paz para no causar traumas o dificultades en el niño cuando éste creciera) la señora Carla llamó a Laura del trabajo porque ya no soportaba el dolor agudo en el abdomen por el cálculo renal. Su hemoglobina estaba otra vez baja y requería de estar en el hospital el tiempo que fuese necesario.

Miguel estaba más cerca de cumplir los veintiún años; los cumpliría en agosto. Cuando iba al hospital a visitar a su madre ella siempre le decía las mismas cosas: “No se preocupe por mí; voy a estar bien” o “Dios me va a sacar de esto como siempre lo ha hecho. Él siempre nos ha sacado de las dificultades por las que hemos pasado en nuestras vidas” Ella siempre fue una mujer de muchísima fe cristiana. No era una persona de ir a la iglesia, decía que en ese lugar se concentraba demasiada hipocresía, doble moral y gente muy mala que creía poder arreglar sus errores, por graves que fuesen, con un par de oraciones o golpes en el pecho. Decía que mucha gente iba allí los domingos con gran arrepentimiento sobre su forma de ser durante la semana pero que, al volver a la rutina normal el día siguiente, eran las mismas personas que eran siempre. Aún así tenía mucha fe en Dios y en el salvador. Siempre inculcó el cristianismo en el hogar, aunque de manera no ortodoxa ni mucho menos extremista. Era comprensiva, abierta a la modernidad y a ideas que muchos cristianos llaman “falso cristianismo” por ser más heterodoxas y, hasta cierto punto, algo progresista, aunque de forma no política.

Miguel siempre respetó las creencias de su madre. Por el contrario, no respetaba demasiado las de su abuela (no la bisabuela Isabel Hernández que fue quien crio a su madre, sino su verdadera abuela, sí, la misma que abandonó a doña Carla cuando era sólo una niña). Las creencias de esa señora eran más extremistas, ortodoxas y además era la típica persona que cree poseer una moralidad superior al resto con la excusa de que «ella si entraría en el reino de los cielos» a diferencia de las “malas personas” que no merecen aquel paraíso. Su idea de paraíso e infierno eran repulsivos, absurdos y cuestionables. De todas formas, esa señora fue parte de la familia cuando Laura y Miguel eran ya preadolescentes y todo gracias a que la madre de Miguel la perdonó.

Ella hablaba mucho del perdón. De hecho, al recordar a esa señora Miguel volvía a reflexionar y pensaba: «Mi padre no es la única persona que le ha hecho daño a mi madre y a la que ella ha perdonado» Era cierto, también había perdonado a su madre por todos los traumas de la infancia que su abandono le provocaron. Era difícil para Miguel comprender la grandeza en el corazón de su madre. No guardaba rencor por su mamá pese a que el abandono le había dejado una depresión que perduraba -oculta en rincones oscuros la mayoría de veces; sin mostrarse a la luz todo el tiempo- hasta el día de hoy. Había tenido intentos de suicidio con tan solo diez años de edad; pensó en cortarse las venas, en ahorcarse, en ponerse frente a los carros de la calle principal por donde pasaban a gran velocidad y, aún así, desde que formó su familia con sus hijos y su esposo, que, por cierto, había sido otra persona que prolongó su dolor y sus problemas emocionales, aún así, ella no guardaba rencores.

Miguel si recordaba con un poquito de rencor a su abuela; a su bisabuela la recordaba con cariño por haber acogido a su madre. El odio hacia su padre aumentaba mientras, en el trabajo o en la casa, pensaba en su madre hospitalizada y más enferma que nunca. Pensaba en: “¿Por qué no puedo ser como mi madre? Vivir sin rencor por algunas personas es difícil, pero a ella parece no importarle mucho el daño que le hicieron en la vida a excepción del de mi padre, ese ha sido, sin dudas, el dolor que más tiempo le ha durado” Quizás por eso era la persona que él más odiaba… su padre. Nuevamente, aunque esta vez con gran desdén, se manifestaron sus ganas de matarle.

Pensó en el padrastro de su madre; el esposo de la mujer que la abandonó. Él la había tratado como basura, la veía como un estorbo, como a un plato más de comida que él no estaría dispuesto a pagar. Incluso, en alguna ocasión, la madre le contó a Miguel un par de historias referentes a ese señor que rosaban lo repugnante. Una vez, en estado de ebriedad, había intentado manosear a su madre, abusar de ella en ese hogar de locos y desquiciados. Su madre que, quizás por todas las adversidades por las que pasó, era una mujer de gran valentía y carácter, lo echó para atrás a base de puñetazos y patadas y luego corrió a la cocina a por un cuchillo y le amenazó con apuñalarle si no la dejaba en paz.




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